Los límites de la consciencia
Conocemos los límites de la consciencia al igual que un caballo conoce el jinete que lo monta y al igual que un timonel conoce las estrellas que le permiten medir su punto y deducir su rumbo. ¡Pues bien! El caballo sirve a muchos jinetes y el navío a muchos timonels, que a su vez observan muchas estrellas. La pregunta es: ¿a quién obedece el jinete y qué dirección le da el capitán al barco?
La respuesta
Un discípulo se dirigió a un maestro: “Dime lo que es la libertad”. “¿Qué libertad?” preguntó el maestro.
“La primera libertad es la necedad. Es parecida al rocín que arroja relinchando a su jinete. ¡Luego cuánto más sentirá su mano de hierro! La segunda libertad es el remordimiento. Es parecida al timonel que permanece en el barco siniestrado en lugar de subirse al bote salvavidas. La tercera libertad es la comprensión interior. Viene después de la necedad y del remordimiento. Se parece al tallo que en el viento se mece y que, por doblarse donde es frágil, se mantiene entero”.
El discípulo preguntó:” ¿Eso es todo?”
El maestro agregó: “Algunos creen que son ellos quienes buscan la verdad de sus almas. Sin embargo, es el alma grande que busca a través de ellos. Al igual que la naturaleza, el alma grande se puede permitir engañar a muchos, reemplazando continuamente y sin esfuerzo a los malos jugadores por nuevos. Pero al que permite pensar, le concede a veces un tanto más de margen de maniobra y, como el río al nadador que se abandona a la corriente, lo lleva con fuerza recogida hacia la orilla.
Culpa e inocencia
Experimentamos la consciencia en nuestras relaciones porque la una y las otras están estrechamente vinculadas. Cada acto nuestro que produce un efecto sobre otra persona está acompañado por un sentimiento consciente de culpa o inocencia. Igual que el ojo vidente distingue permanentemente entre claridad y sombra, pues este sentir consciente sabe en cada instante si nuestro actuar sirve o hiere la relación. Percibimos como culpa lo que daña la relación y como inocencia lo que sirve la relación.
Gracias al sentimiento de culpa, la consciencia nos tira de las riendas y nos guía en sentido contrario. Gracias al sentimiento de inocencia, nos deja las riendas más sueltas y una brisa fresca hincha la vela de nuestro velero.
Es un mecanismo parecido al equilibrio, un sentido interno que, con las sensaciones de malestar y bienestar, nos empuja y nos dirige de modo a conservar nuestro equilibrio. Así pues, otro sentido interno nos maneja constantemente gracias a sentimientos de adecuación e inadecuación para conseguir conservar las relaciones que nos importan.
Las relaciones se desarrollan armoniosamente siguiendo condiciones que, en lo esencial, nos están predeterminadas, igual que para el equilibrio físico importan las direcciones, arriba y abajo, delante y atrás, derecha e izquierda. Por cierto, podemos caer hacia delante o atrás, o de costado si queremos, no obstante un reflejo innato nos fuerza hacia una compensación frente a la catástrofe, y nos permite recuperar en el último segundo la verticalidad.
Igualmente, un sentido superpuesto a nuestro albedrío vela por nuestras relaciones y funciona como un automatismo de corrección y de equilibrio si acaso nos apartamos de lo apropiado para ellas o si ponemos en peligro nuestra pertenencia. Ese sentido percibe el individuo en su entorno, reconoce sus límites y el margen de movimiento y lo guía gracias a una variedad de matices de disgusto y de placer. El disgusto nos habla de culpa y el placer, de inocencia.
En realidad, culpa e inocencia sirven al mismo amo, que les manda llevar el carro y les encauza en una dirección, dejándolas que tiren del carruaje. Llevan la relación más lejos y también se detienen en la huella por sus efectos alternos. A decir verdad, ocurre que a veces queremos coger las riendas nosotros mismos pero el cochero no las suelta. Viajamos en el carro tan sólo como prisioneros y convidados.
El nombre del cochero: la consciencia.
El patrón de base
Los requisitos necesarios para relaciones humanas son los siguientes: -el vínculo -la compensación -el orden
Cumplimos con estas tres condiciones, así como con las condiciones para nuestro equilibrio, bajo la presión de un impulso, de una necesidad o de un reflejo, incluso en contra del deseo o de la voluntad de otro. Son tres condiciones fundamentales que percibimos a la vez como tres necesidades.
El vínculo, la compensación y el orden se condicionan y se completan mutuamente. Su combinación es lo que conocemos como consciencia. De ahí que la consciencia se manifiesta también como impulso, necesidad y reflejo y es en realidad equivalente a las necesidades de vínculo, compensación y orden.
Las diferencias
Aunque estas tres condiciones actúan siempre juntas, cada una busca sin embargo imponer su objetivo con un sentimiento propio de culpa o de inocencia. Por eso, percibimos la culpa y la inocencia de forma diferente según el objetivo y la necesidad que sirven:
-cuando culpa e inocencia están al servicio del vínculo, sentimos la culpa como exclusión y distancia, la inocencia como seguridad y proximidad.
-cuando están al servicio de la compensación, sentimos la culpa como deber, la inocencia como libertad y exigencia.
-cuando están al servicio del orden, sentimos la culpa como trasgresión y miedo al castigo, la inocencia como escrupulosidad y confianza.
La consciencia sirve cada uno de estos objetivos incluso cuando se oponen el uno al otro. Y nosotros percibimos la contradicción en los objetivos como contradicción en la consciencia. Pues con frecuencia, la consciencia nos pide, a nivel de compensación, lo que nos prohíbe a nivel del vínculo y nos permite, a nivel del orden lo que nos niega a nivel del vínculo.
Por ejemplo, si causamos tanto daño a alguien como él a nosotros, satisfacemos la necesidad de compensación y nos sentimos en nuestro derecho. Pero luego, por lo general, perdemos el vínculo. En cambio, si buscamos satisfacer tanto la compensación como el vínculo, debemos reducir el daño que devolvemos al otro, con lo cual la compensación sí sufre pero el vínculo y el amor salen ganando. Al revés, si devolvemos tanto bien al otro como él a nosotros, llegamos a un equilibrio pero se instala difícilmente el vínculo. Para lograr que la compensación lleve al vínculo, debemos darle más al otro que lo que él nos da, y él a su vez, al compensar debe ofrecer más de lo que ha recibido de nosotros. Entonces, el dar y el tomar llevan tanto al equilibrio como a un intercambio estable y a un vínculo en el amor.
Experimentamos oposiciones semejantes entre la necesidad de vínculo y la de orden. Cuando una madre castiga a su hijo por algo que ha hecho, mandándole a su habitación por una hora, satisface el orden cumpliendo con la totalidad del castigo. Pero el niño se enfada, con razón, porque la madre, por obedecer al orden, atenta contra el amor. Si de lo contrario reduce el castigo, atenta contra el orden pero refuerza en cambio el vínculo y el amor entre ella y el niño.
Partiendo de esa base, por seguir nuestra consciencia viviremos tanto la culpa como la libertad.
Las distintas relaciones
Al igual que nuestras necesidades, nuestras relaciones son distintas y sus intereses opuestos. Al apoyar una relación, arriesgamos lastimar otra. Lo que ganamos en inocencia en la una, nos recae como culpa en otra. Quizá por un acto nos enfrentaremos a muchos jueces, de los cuales uno nos condenará y otro nos absolverá.
El orden
En ciertos casos experimentamos la consciencia como si fuera un todo único. Pero, casi siempre, se presenta más bien como un grupo en el cual distintos representantes buscan imponer sus objetivos particulares por medio de sentimientos variados de culpa e inocencia. Según la necesidad, se apoyan mutuamente o se mantienen, para el bien del conjunto, en jaque. Sin embargo, aunque estén en oposición, siempre se someten a un orden más elevado.
Parecido al estratega combatiendo en distintos frentes, con múltiples tropas dispuestas en recintos variados, con material dispar, tácticas diferentes y persiguiendo éxitos diversos, este orden superior permite que, en consideración por el conjunto mayor, en los frentes sólo se lleven a cabo victorias parciales. Y así, la inocencia únicamente se logra en parte.
La apariencia
La culpa y la inocencia se presentan casi siempre conjuntamente. El que se vale de inocente, roza también la culpa y el que alquila en la casa de doña Culpa descubre como subinquilina suya la inocencia. Incluso, culpa e inocencia intercambian sus prendas: la culpa sale a lucir el vestido de la inocencia a la vez que la inocencia se camufla en el manto de la culpa. Es cuando las apariencias engañan y solamente los efectos demuestran lo que realmente hay.
Os contaré una historia
El hechizo
El que desea descubrir el misterio de la consciencia, se aventura en un laberinto donde precisa de numerosos hilos rojos para orientarse en el enredo de atajos y distinguir entre los caminos que llevan afuera y aquellos que se pierden sin salida. A tientas en la oscuridad, debe enfrentar, paso a paso, los mitos y los cuentos que se erigen en torno a la culpa y la inocencia, que hechizan nuestros sentidos y paralizan nuestro andar si acaso buscamos indagar en lo que ocurre en el secreto. A los niños les pasa eso cuando se les cuenta lo de la cigüeña y a los prisioneros posiblemente también les pasó cuando, en el umbral del campo de la muerte, leían “El trabajo libera”.
Sin embargo, llega a veces alguno que tiene el coraje de fijar la mirada y de quebrar el encanto. Como aquel niño que, entre la multitud excitada, apunta el dedo hacia el dictador aclamado, diciendo en voz alta lo que todos saben pero que ninguno reconoce ni se atreve a pronunciar: “¡Pero, si está desnudo!”
El vínculo
La consciencia nos vincula a aquel grupo que es indispensable para nuestra supervivencia, cuales sean las condiciones que aquel grupo nos impone. La consciencia no está por encima del grupo ni por encima de sus creencias o de sus supersticiones pero a su servicio, sí.
Semejante al árbol que crece en un suelo que no le conviene, que se desarrolla diferentemente en el campo libre o en el bosque, en el valle o en el monte, el niño se adapta sin cuestionar a su grupo de origen, sujetándose de ello con una fuerza y una coherencia que sólo se pueden comparar con un proceso de impregnación. Sea cual sea su situación en aquel grupo, el vínculo es percibido por el niño como amor y felicidad, permitiéndole prosperar o dejándole debilitado. La consciencia no obstante, reacciona a todo lo que beneficia o amenaza el vínculo. De ahí que tenemos buena consciencia cuando nos comportamos de modo a asegurarnos nuestra pertenencia al grupo. Igualmente, tenemos mala consciencia cuando dejamos incumplidas las condiciones del mismo, hasta tal punto que tememos habernos jugado parcial o completamente ese derecho a la pertenencia. Y sin embargo, esos dos aspectos de la consciencia sirven al mismo maestro. Nos empujan y nos atraen en la misma dirección, como el pan dulce y la fusta. Aseguran nuestro vínculo con las raíces y el clan.
En otras palabras, la referencia para la consciencia es lo que está vigente en el grupo. Necesariamente, personas procedentes de diferentes grupos tendrán consciencias distintas, y aquella que pertenece a varios grupos dispondrá de varias consciencias.
La consciencia nos mantiene integrados como un perro pastor mantiene la oveja en el rebaño. En cuanto cambiamos de entorno, también la consciencia cambia de color como un camaleón- a modo de protección. Nuestra consciencia es otra con la madre que con el padre, otra en la familia que en el trabajo, otra en la iglesia que en la tertulia. Pero siempre se trata de conservar el vínculo y el amor y preservarse del miedo a la separación y a la pérdida.
¿Qué hacemos, pues, cuando un vínculo se opone a otro? Buscamos entonces, lo mejor posible, el equilibrio y el orden. Les doy un ejemplo.
La consideración
Un hombre y una mujer peguntaron a un maestro lo que debían hacer con su hija: la madre se encontraba con frecuencia en la situación de imponer límites a la niña, y se sentía poco respaldada por el padre.
El maestro les explicó en tres frases las reglas para une buena educación:
A continuación, el maestro les propuso darse el permiso de percibir cómo y cuánto su hija les amaba. Ambos se miraron a los ojos y sus rostros se iluminaron.
Para terminar, el maestro aconsejó al padre manifestar a su hija cuan feliz se sentía cuando ella agradaba a su madre.