Lo que ocurre cuando niños y ayudantes creen que el mundo necesita su ayuda, que el destino de otras personas reside en sus manos y que están llamados a transformar el mundo. Bert Hellinger habla de las causas y consecuencias de la condena recíproca en el plano moral entre individuos y grupos humanos. Él nos muestra cómo podemos salir del círculo vicioso de la conciencia, origen de las guerras. Apoyándose en muchos ejemplos, compone su discurso a favor de una nueva forma de amor.
El abanico que a raíz de esta visión se despliega, permite una nueva perspectiva sobre eventos como el genocidio en Ruanda, y abre posibilidades de reconciliación frente a las secuelas persistentes del nacional-socialismo en Alemania.
Más allá del deseo atávico pero ingenuo y característico del niño de proporcionar una ayuda, existe la ayuda madura, la que resulta de un crecimiento, de un desarrollo. Los niños y muchos ayudantes ven su ayuda como imprescindible para el mundo y piensan con sinceridad que tienen en sus manos los destinos de otros así como la misión de cambiar este mundo.
Pero ¿quién manda en este mundo? ¿Son los psicoterapeutas? ¿Los asistentes sociales? ¿Los políticos?
Detrás de todo lo que vemos y experimentamos actúa un poderoso movimiento, un movimiento de creación del cual todo depende. Nadie puede escapar de él. Todo lo que acontece está abarcado y dirigido por él.
Esto es sin embargo una contemplación filosófica, más allá de nuestros deseos y fantasías. Más que una adhesión mental, requiere ser comprendida con penetración.
Llega alguien donde un terapeuta y le dice “de niño fui abandonado, tuve una juventud atroz y ahora se me cierran todos los caminos”. A menudo el ayudante le tiene lástima. ¿Qué es lo que se mueve en el alma del ayudante con lástima? Acusa a Dios, o al poder de creación que actúa detrás de todo, y le dice: “has hecho algo malo, ¿cómo puedes permitirlo?” Con estos pensamientos, se alza por encima de esta poderosa energía primordial de la cual todo depende y se esmera en hacer mejor que ella.
Aquí detrás actúa también la idea de que una persona puede tener un mal destino. Nadie puede tener un mal destino. Cada cual tiene su destino propio y particular, y aquel es justo para él.
Para aquellos que opinan que esto es escandaloso, aquí va una analogía. Nos imaginamos a un niño con buenos padres, que lo han hecho todo por él. A su lado nos imaginamos a otro niño con malos padres, que tal vez fueron brutales o que lo han abandonado. Este niño sin embargo dice: “esto es mi destino, lo acepto y haré algo con ello.” Si comparamos este niño con aquel que fue mimado y cuidado, ¿cuál de los dos posee la mayor fuerza? ¿Cuál de los dos es más adulto?
Cuando nosotros mismos contemplamos nuestras vidas y dentro de ellas lo que fue difícil, y cuando asentimos a ello y decimos: “ahora haré lo mejor con ello porque es algo que me ha hecho crecer”, entonces todo adquiere para nosotros su valor intrínseco.
De la misma forma, cuando se me acerca alguien quejándose de sus padres, pienso a veces:” ¡cuánta suerte ha tenido éste! ¡Qué pena que no la haya aprovechado!” Le ayudo pues a aprovechar esta suerte y de repente descubre él también su destino bajo otra luz.
Entretanto, podemos hacer para nosotros un pequeño ejercicio a modo de descanso.
Cerrad los ojos y volcaros hacia vuestra infancia.
Ahí, ved alguna cosa que tal vez lamentáis, sobre todo si os habéis sentido culpables y si, por vuestra causa, alguien ha sufrido. Mirad atentamente y consentid a la culpa y sus consecuencias. Luego mirad al que tal vez sufrió algún daño por vosotros y devolvedle su destino, que es más fuerte que vuestra culpa. Cuando él también consienta aquello como siendo su destino, podrá desarrollarse.
Si alguien nos ha perjudicado, asentimos a ello. Entonces nos encontramos purificados por dentro, podemos relajar y abandonarnos, nos ensanchamos y en la escala de la felicidad alcanzamos un peldaño más alto.
Quisiera enlazar con otra situación más. Cuando miráis a vuestra madre y a vuestro padre y a aquello que era fastidioso y que habéis rechazado, y si ahora decis a vuestros padres: ”así como sois, sois mis padres, exactamente así. Y por esto soy lo que soy ahora y tengo la fuerza que tengo. Con ello hago algo por mí mismo. Por mi parte sois libres”, esto es amor. Pero no un amor emocional sino un amor nacido de la comprensión, y portador de una fuerza muy especial.
En conexión con esto, para integrar esta actitud de base, esta actitud de amor especial, aún les ofrezco algo para reflexionar.
Al mirar a nuestros padres y al tomar de ellos la vida que con ellos nos llega, nos damos cuenta que solo la podemos tomar con todo lo mucho que con estos padres nos es brindado. Por ejemplo, a través de ellos pertenecemos a una raza particular, a un idioma particular, a una religión particular, a una cultura particular. Solo podemos recibir la vida dentro de este marco particular.
A veces algunos niños piensan: ”este marco, mi familia, es el modelo para el mundo entero. Él tendría que ser exactamente como mi familia o mi pueblo o mi raza o mi cultura o mi religión.”
Sin embargo este marco es para nosotros tanto una oportunidad como una frontera, ya que cada existencia humana es limitada. Si estamos de acuerdo con esta oportunidad y esta frontera tal y como son, con sus consecuencias, pues esta es la entrega mayor que existe.
Al lado está otro niño. Él mira a sus padres, toma de ellos la vida pero con otra raza, otra cultura, otro idioma, otra religión y asiente a ello con esta profunda entrega, con este fervor religioso. El movimiento de base es el mismo aunque el contenido sea distinto.
La realidad es tal que estamos vinculados de modo profundo a nuestro grupo familiar, a nuestra familia. Queremos y debemos sin duda pertenecer a esta familia, a esta raza, a este idioma. No podemos huir de ello. Tampoco lo queremos, ya que una instancia interior nos mantiene unidos a este grupo. Hagamos lo que hagamos, si es por este vínculo, aunque sea algo malo nos percibimos como inocentes. Y todo lo que pone en peligro este vínculo, aunque sea algo bueno, lo vivimos como culpa. Esta fuerza es la conciencia.
Esta conciencia nos maneja utilizando los sentimientos de culpa e inocencia con la meta permanente de mantener nuestra pertenencia al grupo y de reforzar el vínculo por nuestros actos. Claro está que personas de otras culturas difieren de nosotros en lo que para ellas es bueno o malo. Ellas tienen otra conciencia, que las vincula a su cultura y a su grupo. Así es como surgen conflictos entre los grupos, por su fidelidad a la conciencia de cada grupo. Del mismo modo que nuestra conciencia nos ata a nuestro grupo, de igual manera nos separa de los otros. Esta conciencia es fuente de guerra y de todos los conflictos.
Una situación sencilla a modo de ejemplo. Un hombre se ha casado con una mujer. Son originarios de dos familias distintas, con valores distintos cada una. Ella, la mujer, tiene otra conciencia que el hombre. Ahora bien, quiere intentar comportarse como en su propia familia corresponde. Si el hombre cede ella, tendrá mala conciencia. Y al revés también. Si ella cede a él, tendrá ella mala conciencia. Luego tienen hijos, el hombre queriendo educarlos según su conciencia y la mujer según la suya. El niño queda confundido. Entonces adapta su comportamiento en función de con quién está. Cuando tiene buena conciencia con su madre, le falla al padre y viceversa. Por esto a menudo los hijos ocultan su fidelidad al otro progenitor.
Sin embargo, con esta conciencia nos mantenemos al nivel del niño. Progreso y desarrollo solo son posibles si crecemos por encima de los límites de esta conciencia. ¿Qué significa esto? Pues, que podemos acoger dentro de nosotros lo ajeno que hemos rechazado y darle en nosotros un lugar. Gracias a esta actitud nos enriquecemos y servimos al bienestar de todos de manera óptima.
En relación con la ayuda, esto sería la ayuda madura. Ayudamos al individuo a traspasar los límites de esta conciencia con vistas a un bien mayor.
Podríamos seguir con el hilo de estas consideraciones. Pero quisiera una vez más acercarme a las consecuencias de esta conciencia. Cuando observamos las religiones, por ejemplo el cristianismo, y cuando miramos a las personas devotas en su devoción, ¿qué edad tienen en su alma? No son más que niños. ¿Cuál es el Dios al que rezan? Es el padre o la madre algo ampliados. Luego nos imaginamos los mandamientos que este Dios nos da y a los que obedecemos. ¿Qué mandamientos son? Por supuesto ordenan lo que en nuestra casa ha sido válido. Dios adopta nuestro código de conducta y lo impone al mundo entero. El que contraviene termina en el infierno, el que se somete llega al cielo.
Otra vez tenemos aquí la separación entre el bien y el mal. Los que están en el cielo somos nosotros, desde luego, y en el infierno los otros. ¡Qué imagen de Dios! Todo esto como resultado de la influencia de esta conciencia.
Al servicio de este Dios están los moralistas, que nos van diciendo lo que es bueno y lo que es malo. Se toman el derecho de condenar a los supuestamente malos, de desearles algo dañino, preferentemente una ida sin retorno al infierno. En su alma se transforman en asesinos.
No podemos librarnos de este ámbito dogmático de la moral si no es alcanzando aquel otro nivel que nos permite una vista de conjunto, así como una mirada hacia este poder activo detrás de todo y para el cual no se dan diferencias entre bueno y malo ya que ambos están dirigidos por ello.
Con un ejemplo corto quisiera demostrar cuán desubicadas son las imaginaciones detrás de tal o cual religión o moral. En la religión se nos dice: “Tienes que decidirte por Dios. Dios ajustará su comportamiento hacia ti en función de lo que decidas”. Con esto, tú quedas libre y Dios no. Él se tiene que comportar de acuerdo a lo que tú decidas. ¿No es algo increíble?
Pero en el plano superior estas diferencias entre bueno y malo acaban, ya que todos los movimientos esenciales solo se conciben en función de este otro poder.
Hace poco, un amigo mío llamado Albrecht Mahr había estado en Ruanda. Organizó posteriormente en Würzburg un gran congreso donde se encontraba una mujer ruandesa cuyo marido e hijos habían muerto en el genocidio. Mi amigo quería averiguar cómo la gente se las arreglaba con este pasado. Se daban en el congreso encuentros en que los perpetradores tenían que reconocer lo que habían hecho. Se tenían que declarar culpables. Pero no querían. Decían: ”No éramos libres. Un potente movimiento nos llevó a todos. Si hay que demandar a alguien, tiene que ser en primer lugar a lo que desató este movimiento.” En realidad esto significa: ”Si hay objeciones, pues primero contra Dios.”
Si reflexionamos acerca de todo aquello, nuestra actitud hacia la ayuda y el amor, la muerte, los criminales y las víctimas cambiará.
Si aplicamos lo mismo a Alemania, a nuestra historia ¿qué nos exige esto? Alejaré un poco la respuesta para que no sea tan doloroso.
Un rabino dijo una vez en un grupo: “no habrá paz para los judíos mientras el último de vosotros no haya rezado el rezo a los muertos para Hitler”. Luego, el grupo se dispersó. A la mañana siguiente llegó uno del grupo, totalmente cambiado. Su familia había perecido en el Holocausto. Aparentemente durante la noche había conseguido pronunciar este rezo…
Y ahora mirad a los que se posicionan en contra de los criminales nazis y dicen:” ¡Nunca más! ¡Esto no se puede reproducir!” ¿Qué fuerza tienen? A veces salen a la calle y tiran piedras, y se parecen a los que están condenando.
Marcel Reich-Ranicki describe en su libro “Mi vida” cómo en 1968 estaba con otros escritores en una reunión del Pen-Club. De pronto aparecieron unos estudiantes en plena rebeldía armando un escándalo. Él cuenta en su libro que se parecían indiscutiblemente a los de las Juventudes Hitlerianas, en todo iguales, ninguna diferencia.
Algo más que nos permitirá entender esto. Del que condenamos sacamos la energía. El que se indigna, sea respecto a Hitler y los SS u otros, adquiere una energía de perpetrador. Una energía asesina. Y se percibe como siendo el mejor, como ellos. También ellos se han percibido como siendo los mejores. Todos los que se sienten ser los mejores son fieles a esta misma energía. Solo el contenido cambia entre los unos y los otros. Pero la energía es la misma.
¿Cómo llegamos pues a la paz, en Alemania por ejemplo? Aceptándolos a todos como a hermanos, incluso a los perpetradores, todos iguales frente a algo mucho mayor.
Tuve una vez un curso en Israel. El día anterior al curso fuimos con unos amigos al lago de Genezareth. Haciendo una caminata por la zona llegamos al lugar donde Jesús dio el Sermón sobre la montaña y a este otro lugar donde según la tradición se apareció a sus discípulos después de su resurrección. Ahí pescaron y él asó los peces para ellos. Este lugar difundía una increíble paz. Lo percibimos todos, incluso los amigos judíos que nos acompañaban, una paz maravillosa. Jesús ahí le preguntó a Pedro: “¿Me quieres?” Repitió la pregunta tres veces. Pedro se puso triste y contestó: “Señor, lo sabes todo, y también sabes que te quiero…”
¿Qué significa en realidad “amor” en este sentido? En el Sermón de la montaña Jesús explica lo que es amor: “El amor es cuando sois como mi Padre en el cielo. Él deja que su sol brille sobre justos e injustos”. Esto es amor, el amor maduro.
En el camino de regreso estas ideas me iban dando vueltas en la cabeza, con relación también al mandamiento del amor al enemigo. Como mandamiento parece terrible esto de “presentar la otra mejilla”. Esto fastidia al enemigo, porque no se le hace caso. El verdadero amor al enemigo, realmente, es otra cosa.
Uno deja brillar el sol y deja llover, igualmente.
¿Cuál es el sentido entonces para el fondo secreto del alma?
Pues que reconozco que todos los humanos, tanto los buenos como los supuestamente malos me son iguales ante algo mayor. Esto va más allá de la conciencia. Esto es humildad: reconozco que todos me son iguales ante algo mayor.
¿Y qué significa perdonar y olvidar?
Pues que reconozco que todos me son iguales ante algo muchísimo mayor.