Bert Hellinger / Los textos citados son las transcripciones autorizadas por el mismo Bert Hellinger de sus entrenamientos y conferencias. Algunos son extractos de sus libros.














































Historia de la mala conciencia, el Bien y el Mal

Der Austausch, Bert HELLINGER, 2002

Temas tratados

  • Constelación familiar y conciencia
  • El derecho de pertenencia
  • El orden de precedencia
  • La conciencia colectiva
  • La conciencia personal
  • La constelación familiar
  • Conciencia y alma
  • La conciencia personal
  • La conciencia colectiva
  • El alcance de la conciencia colectiva
  • La pertenencia colectiva
  • La compensación colectiva
  • El orden colectivo
  • Conciencia y enfermedad
  • La intención negativa
  • El aferramiento de los muertos a los vivos
  • La solución
  • La esencia del alma
  • Los movimientos del alma

Las líneas que siguen resumen los últimos conocimientos sobre el desarrollo de la conciencia, tanto la conciencia colectiva inconsciente como la conciencia personal. Describen, más allá de eso, la forma en que a través de la constelación familiar se pueden superar los límites de dicha conciencia, cuando ella nos conduce a conflictos. Porque en la constelación familiar se muestra cómo, si se consigue traspasar estos límites, salen a la luz los movimientos profundos que nos capacitan para reconciliar a un nivel más alto lo que anteriormente se oponía.

Constelación familiar y conciencia

Para entender la constelación familiar, y comprender su trasfondo, es importante tratar con lo que actúa en una familia o grupo como su alma común, como su alma de familia o grupo.

Intentaré trazar un boceto de las funciones que tenía el alma de grupo originariamente y que, por supuesto, tiene todavía, y diré algo sobre los órdenes que resalta esta alma en el grupo. Planteo este boceto sin verificar si ello corresponde realmente al desarrollo histórico, pues mi objetivo no es reunir pruebas históricas, sino permitir a través de él la acción en el presente. Se trata de elevar a la conciencia impulsos incomprensibles hasta ahora, a menudo de naturaleza trágica, y desde allí encontrar caminos que nos ayuden a resolver o prevenir tales intrincaciones trágicas.

El grupo originario era una horda de unos veinte a treinta miembros, cuyos integrantes dependían los unos de los otros a vida y muerte. Nadie podía abandonar la horda sin perderse. Era también inimaginable que se excluyera a un miembro, salvo, quizá, si había matado a otro. Encontramos un eco de eso en la Biblia, en el relato de Caín y Abel.

El derecho de pertenencia

En ese grupo regían dos órdenes fundamentales. En primer lugar, cada miembro tenía el mismo derecho de pertenencia, y era impensable que alguien negara a otro ese derecho. Pero, a la vez, cada miembro sabía que el bien del grupo tenía prioridad sobre las necesidades personales. De ahí que, en una horda nómada, los viejos y enfermos que se quedaran atrás en cuanto se convertían en una carga para el grupo. Estaban dispuestos a morir y nadie se interponía en este camino por motivos como pudieran ser, por ejemplo, el cariño personal.

Que esto rige todavía hoy entre ciertos grupos se muestra en un acontecimiento que me contó un médico. Estaba en un hospital de Tanzania. Un día, unos hombres de la tribu masai trajeron en unas angarillas a un hombre joven herido en una pierna. Cuando el director del hospital lo visitó se dio cuenta de que la gangrena había avanzado demasiado, que ya no se podría salvar la pierna. Hizo venir a los hombres y les explicó que había que amputar la pierna del joven, ya que en caso contrario moriría. Los hombres dijeron que primero tenían que hablarlo entre ellos. Volvieron al cabo de una hora y le informaron: “hemos decidido que muera”.

Por el mismo motivo aquellas hordas abandonaban a los niños débiles o minusválidos. También en este caso, la supervivencia del grupo tenía prioridad sobre la compasión personal. ¿Eran crueles esas hordas? Conocían sus límites y los aceptaban. De modo que el derecho de pertenencia encontraba sus límites en el bien común. Es decir, que todo servía a la supervivencia y continuidad del grupo como conjunto.

El orden de precedencia

El segundo orden, en esos grupos, aseguraba la precedencia de los miembros anteriores o mayores sobre los posteriores o más jóvenes. Gracias a eso, cada cual tenía su lugar, del que se movía por sí mismo, en el curso del tiempo, de un lugar bajo a otro más elevado. De ahí que en ese grupo tampoco hubiera conflictos con respecto al rango.

La conciencia colectiva

Estos órdenes, del derecho a la igualdad por la pertenencia y de la jerarquía según el tiempo de pertenencia no surgían, sin embargo, de reflexiones racionales. Habían sido fijados por una conciencia colectiva, de modo que cualquier quebrantamiento de este orden llevaba a un malestar con sentimiento de culpa, que hacía retornar al individuo al reconocimiento de dichos órdenes. Llamo colectiva a esta conciencia, en contraposición a la conciencia personal, de la que hablaré más adelante. Dicha conciencia colectiva, a la que también se podría llamar conciencia de grupo o conciencia familiar, es inconsciente en la actualidad. Dentro del grupo arcaico u horda, sin embargo, tienen que haber sido consciente, por lo menos en la medida en que llevaba a sus miembros a sentimientos de culpa, y cuando la culpa era reconocida y reparada, también a sentimientos de inocencia.

La conciencia personal

Al mismo tiempo, en el encuentro con otros grupos, también se producía necesariamente la diferenciación de “nosotros y los otros”, de “perteneciente y no perteneciente”; y con ello, además, de “bueno y mejor” y de “menos bueno o mal”. Más tarde, esta diferenciación se trasladó a las relaciones de los individuos dentro del grupo, en el sentido de “yo soy mejor que tú”, “yo tengo más derecho a pertenecer que tú”, y con ello a la diferenciación entre bueno y malo, también en el sentido moral. Ante ese telón de fondo se desarrolló la conciencia personal, que percibimos como buena o mala conciencia, unida al sentimiento de inocencia o culpa personal. Esta conciencia también delimita ahora a los miembros del grupo y conduce al desarrollo de la conciencia individual. También, a la oposición de persona y comunidad, y de libertad o autodeterminación, frente a las normas y exigencias del grupo.

En el curso de este desarrollo, las normas y órdenes de la conciencia colectiva se reprimieron al inconsciente, de modo que ya no se podían hacer vigentes de forma inmediata, como buena o mala conciencia. Así como el individuo se ha puesto en gran medida en el lugar del grupo, también la conciencia personal ocupa ampliamente el lugar de la conciencia colectiva. Esto llegó al punto de que la voz de la conciencia personal se entendió como la voz de Dios en el individuo, la cual le daba el derecho de decidir también contra el grupo. Con eso se había llevado al extremo la separación del grupo y de su correspondiente conciencia colectiva. Pero con eso no se ha superado la conciencia colectiva; es más, ni siquiera sería normal superarla, puesto que sigue y ha de seguir siendo el fundamento de la convivencia humana. Por alto y lejos que un árbol lleve su tronco y sus ramas, sin las raíces se hunde. Pero eso no significa que haya que cuestionar lo alcanzado a través de la conciencia personal. Sólo hay que volver a ser consciente de sus raíces y volver a dejarse llevar, nutrir y limitar por ellas.

La constelación familiar

¿Qué significa todo esto para la constelación familiar? En la constelación familiar se ponen al descubierto y se hacen visibles como tales los diferentes modos de actuar de la conciencia colectiva y de la personal. Esto significa, en el primer caso, que se evidencian las consecuencias amenazadoras y peligrosas resultantes de reprimir y negar los órdenes de la conciencia colectiva. Entre estas consecuencias se cuentan desde el fracaso, a pesar de la mejor intención, hasta enfermedades mortales, accidentes graves, criminalidad y suicidio. Estas consecuencias remiten a los órdenes previamente pasados por alto o lesionados.

De ahí resulta también el conocimiento de cómo podemos evitarlas en el futuro. Se muestra en ello que la conciencia personal maneja a su modo las cuestiones conectoras de la conciencia colectiva, pero sin llevar al éxito, pues deja de lado el segundo orden de la conciencia colectiva; a saber: el rango según el tiempo. Tras las frases, por ejemplo, “te sigo” y “lo acepto por ti”, y detrás de la idea de poder sacrificarse por otros, actúa ese eje de la conciencia colectiva, según el cual el conjunto tiene prioridad sobre las necesidades personales del individuo. Pero el individuo que actúa por el impulso de estas frases y de esta idea contraviene el orden de prelación de los mayores y anteriores sobre los posteriores y más jóvenes, y la conciencia colectiva hace por tanto que fracase en todos sus esfuerzos. Es decir, que la constelación familiar permite apreciar el telón de fondo de los destinos trágicos y consigue su cambio a mejor para todos. Vuelve a dar vigencia a los órdenes de la conciencia colectiva, pero sin renunciar a los logros de la conciencia personal.

Por el contrario, une ambas en un nivel superior que permite al individuo integrarse, más allá de los límites estrechos de su grupo, en un conjunto mayor que elimina las diferencias entre personas y grupos singulares, ya que pueden superar lo que separa sin sacrificar lo que les es propio. En este sentido, la constelación familiar sirve, sobre todo, para la reconciliación.

Todo esto también significa que sólo puede ofrecer la constelación familiar aquel que ha comprendido, interiorizado y reconocido las leyes de la conciencia personal y colectiva y que, al mismo tiempo, las concilia entre sí a un nivel superior. De este modo se cumple la cuestión básica de la conciencia colectiva, aunque ciertamente mucho más allá de los límites imaginarios. Mantener unido, al servicio de algo Más Grande, lo que debe estar junto, y que ese algo Más Grande permita al individuo crecer más allá de sí mismo, y le otorgue su mayor posibilidad de realización personal.

Conciencia y alma

A veces nos sentimos impulsados a hacer algo que no sabemos para qué sirve. Y, no obstante, el impulso es tan fuerte que no podemos resistirlo. Si cedemos a ese impulso, resulta que con frecuencia advertimos luego que sólo así se podía alcanzar algo importante o evitar algo grave.

Hemos seguido un movimiento el alma que nos ha conducido, protegido y guiado sabiamente. Es decir, que el alma sabe más que nuestro yo. Ve el futuro que nos aguarda, asume la dirección en momentos decisivos y, de este modo, se manifiesta superior y antepuesta a nuestra planificación, determinada siempre por deseos y reflexiones.

¿Cómo se muestra el alma? Para percibir su movimiento hemos de aprender a distinguirlo de los impulsos de nuestra conciencia, tanto de los de la conciencia personal. Que es lo que sentimos, como de aquellos de la conciencia colectiva inconsciente, que sólo distinguimos por sus efectos.

La conciencia personal

Lo que vivimos como nuestra conciencia personal tiene una función múltiple. Sirve para el enlace con la familia y los demás grupos importantes para nosotros, pero sirve también para el equilibrio y el orden, dentro de esa familia y de las demás relaciones significativas. A fin de alcanzar esos objetivos, esta conciencia nos guía mediante sentimientos de desagrado y placer. Percibimos el desagrado como culpa y el placer como inocencia. Pero para cada uno de los ámbitos descritos, la culpa y la inocencia se perciben de modo diferente.

En el caso de la conexión grupal, la culpa se vive como miedo a la pérdida de la pertenencia, y la inocencia como alegría de estar seguro de esa pertenencia y de formar parte de ella. La conciencia percibe instintivamente todo peligro en nuestras relaciones e intenta mantener o restablecer el orden, a través de una presión que se corresponde con la magnitud del hecho.

Bueno en el sentido de la conciencia personal es, por lo tanto, todo lo que sirve a las relaciones, y malo es lo que pone en peligro o anula esas relaciones. Todos los honores y alabanzas que un grupo ofrece a uno de sus miembros no son, en el fondo, más que aseveraciones de pertenencia. Todos los méritos que alguien adquiere en un grupo son como un capital cuyos beneficios consisten en el derecho especial a la pertenencia.

La culpa al servicio de la compensación o del equilibrio se siente como obligación, si hemos recibido algo de los demás sin haberles devuelto algo equivalente. La inocencia se vive en este caso como liberación, si hemos devuelto al otro algo equivalente, y como exigencia si hemos dado más de lo que hemos tomado.

En relación con la necesidad de pertenencia, la necesidad de equilibrio provoca un intercambio incrementado. Para quien la pertenencia a otro es una necesidad, él está dando algo mejor que lo que obtiene. Por ello obliga al otro a devolverle también algo mejor. De ese modo aumenta entre ellos el intercambio de dar y tomar, y al mismo tiempo se profundiza el vínculo entre ambos.

Esta necesidad de compensación actúa en lo bueno tanto como en lo malo. Si alguien nos ha hecho un mal, nos sentimos con derecho a hacerle también algo mal. Pero al sentirnos con derecho, puede ser que le hagamos al otro un mal mayor que el recibido, y entonces él también se sentirá con derecho a hacernos otro mal aún peor. De ese modo se incrementa el intercambio en lo malo y ello, finalmente, pone en peligro el vínculo o incluso lo elimina.

Hay que agregar que la conciencia vela por el mantenimiento de las reglas del juego y del orden legal, entre los miembros de un grupo, también en este caso con sentimientos de inocencia y culpa. La inocencia se vive, en esta circunstancia, como escrupulosidad y la culpa como miedo al castigo.

Las tres necesidades de vinculación, equilibrio y orden sólo sirven a nuestras relaciones si actúan en conjunto, y ninguna se impone a costa de las demás. Es decir que el vínculo no domina sobre el equilibrio y el orden; la necesidad de equilibrio no se impone a costa de necesidades de vinculación y orden; y la demanda de orden también tiene presente la necesidad de vinculación y equilibrio. Por tanto, quien sigue demasiado una necesidad se pone en contradicción con otra. Demasiada inocencia por un lado lleva a culpa en otro. Por ello no existe la inocencia pura.

Pero la conciencia personal sólo sirve a las relaciones dentro de un grupo limitado, sobre todo a las relaciones dentro de la familia. Para asegurar las relaciones dentro de ese grupo, lo delimita frente a otros grupos. Es decir, que sólo desarrolla su efecto de enlace dentro de ese grupo. Entre los distintos grupos tiene efecto separador. Las guerras muestran qué terribles consecuencias tiene cuando se toma como directriz, más allá de ese estrecho ámbito. Casi todas se desarrollan, con buena conciencia, al servicio del propio grupo. La conciencia personal, por tanto, no es sólo buena sino que también es mala en ocasiones, y quien la sigue no sólo es bueno sino muchas veces también malo. Porque esta conciencia no solo es sabia, sino también ciega.

La conciencia colectiva

Aparte de la conciencia personal (aquélla de la que somos conscientes), también actúa en cada uno una conciencia inconsciente, que se vale de nosotros con muchísima mayor fuerza que la consciente. A diferencia de ésta, a la que percibimos, sólo deducimos la conciencia inconsciente de los efectos que manifiesta en un grupo, a lo largo de varias generaciones. Lo primero que llama la atención es que esta conciencia es colectiva. Es decir, que actúa a la vez en todos los miembros de un grupo y de tal manera como si ese grupo fuera una persona ampliada. O sea, que si con la conciencia personas entramos conscientemente en relación con otras personas y las vivimos como interlocutores, la conciencia colectiva nos conduce conjuntamente, con los oros miembros del grupo, de tal manera que no podemos distinguir entre nosotros y ellos. En este caso se cancelan las diferencias conscientes.

Este conciencia vela también por la pertenencia, el equilibrio y el orden, pero de un modo totalmente distinto a como lo hace la conciencia personal. En este último caso se trata de las necesidades de pertenencia, equilibrio y orden del individuo. Pero en el caso de la conciencia colectiva es al revés. El sistema tiene la necesidad de asegurar la pertenencia de todos sus miembros y de cuidar del equilibrio y desorden dentro de tal sistema. Eso significa que el sistema toma a su servicio a sus miembros, incluso en contra de sus necesidades personales (de pertenencia, equilibrio y orden), siempre que sea a favor de su necesidad colectiva (de pertenencia, equilibrio y orden). De ahí que esta conciencia sólo sea justa desde el punto de vista del colectivo, pero a menudo injusta para alguno o varios de sus miembros individuales. Comparada con la conciencia personal, la conciencia colectiva es arcaica, y por ello, posee una fuerza incomparablemente mayor.

El alcance de la conciencia colectiva

En la medida en que podamos comprobar los efectos de la conciencia colectiva (quién se encuentra poseído y dirigido por ella y quién permanece fuera de su influencia), podremos determinar con relativa exactitud sus límites hacia fuera. En síntesis, puede decirse que esta conciencia relaciona a los siguientes miembros de un sistema:

  • Los hermanos

  • Los padres y sus hermanos

  • Los abuelos

  • Alguno o alguna de los bisabuelos

  • Fuera del parentesco de sangre, todos aquellos por cuya muerte o pérdida obtuvieron una ventaja otros integrantes del sistema; por ejemplo, parejas anteriores de padres o abuelos, o aquellos cuya muerte o desgracia ha constituido un porte a las posesiones del sistema.

Además de esto, ha salido a relucir recientemente que todas las víctimas de un miembro de la familia pertenecen al sistema (por ejemplo, los que fueron muertos por uno de sus integrantes). A la inversa, los criminales pertenecen además al sistema de sus víctimas. Esto se manifiesta cuando, en las familias de las víctimas, muchas veces uno de sus miembros ha de representar a los criminales, y en las familias de los criminales a veces uno de sus miembros representa a las víctimas.

Fuera de la influencia y el ámbito de esta conciencia quedan, por lo tanto, tíos y tías políticos, primos y primas.

La pertenencia colectiva

La pertenencia colectiva mantiene unido un sistema. Porque vela para que no se pierda ninguno de sus miembros. Vela, por tanto, para que sus integrantes estén al completo, y por ello trata a todos en forma equivalente. A diferencia de la conciencia personal, no permite la diferenciación de bien (en el sentido de mayor derecho de pertenencia) ni de mal (en el sentido de menor derecho de pertenencia), y por supuesto no puede ni plantear la pérdida de pertenencia. La exclusión de un miembro es una culpa colecita por la que se le piden cuentas al sistema, en cuanto sistema, independientemente de la culpa o inocencia personal de sus miembros singulares.

Eso significa que toda exclusión de un miembro conduce a que esta conciencia busque dentro del sistema a un sustituto del miembro excluido, de modo que otro ha de representar a éste sin ser consciente de ello.

La representación inconsciente de miembros excluidos lleva a que sus representantes repitan los destinos de aquellos y traten de imponer sus exigencias. Eso conduce al fenómeno del doble desplazamiento. En primer lugar, al desplazamiento en el sujeto, que se produce cuando uno asume como propia una exigencia ajena. En segundo lugar, al desplazamiento en el objeto. Es decir que estas exigencias se dirigen a otra persona que a quien estaban dirigidas originariamente; o sea: a una persona que no tiene nada que ver con ello y que, por lo tanto, tampoco puede satisfacer dichas exigencias. El hecho de que esta representación inconsciente meramente repite los destinos de los excluidos, sin llevar a su reincorporación ni a la satisfacción de sus exigencias, demuestra que la conciencia colectiva es ciega.

Un miembro del sistema queda excluido por:

  • Olvido; muchas veces se niega la pertenencia por olvido, por ejemplo, a hijos muertos tempranamente o nacidos muertos o entregados.

  • Represión, como cuando el destino de un excluido da miedo a los demás.

  • Negación del reconocimiento de las prestaciones de los excluidos en beneficio del sistema; por ejemplo, cuando no se valoriza a antiguas parejas.

  • Condena moral.

Con todo esto se hace evidente que la conciencia colectiva no se atiene a las reglas de la conciencia personal. De ahí que alguien pueda infringir sin conflictividad la conciencia colectiva, y sentirse bien pese a ello y sentir que tiene razón. No obstante, esto no le permite huir de las sanciones de la conciencia colectiva. La contradicción entre ambas conciencias lleva a que alguien realice, sin que le parezca malo, precisamente lo que traerá desgracia, fracaso y hundimiento, para él y sus descendientes. Por tanto, lo que es inocencia según la conciencia personal, a menudo es culpa frente a la conciencia colectiva, y lo mismo sucede a la inversa.

Si observamos esta oposición entre la conciencia personal y la colectiva, a la luz de las tragedias griegas, vemos que el héroe representa la conciencia personal y los dioses la colectiva.

La compensación colectiva

También la necesidad de compensación se muestra de otro modo en la conciencia colectiva. En su caso no se manifiesta, como en la conciencia consciente, por el equilibrio entre dos personas sino por el equilibrio dentro del sistema.

La conciencia colectiva no tolera que dentro del sistema alguien reclame una ventaja sobre los demás miembros sin que otro lo compense más tarde con una pérdida.

La exclusión de uno se compensa con que otro repita su destino, y si un miembro no lleva por sí mismo las consecuencias de su conducta, bajo la presión de la conciencia colectiva, otro asumirá más tarde esta culpa y sus consecuencias, y lo hará sin ser consciente de ellos.

Este proceso lo describe el profeta Jeremías con la frase: “Los padres comieron uvas agraces y los hijos padecieron la dentera” (Jer. 31.29). Y en Éxodo se dice de Dios: “Soy un Dios celoso que castigo la maldad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de aquellos que me aborrecen” (Ex. 20.5).

El orden colectivo

No obstante, los miembros del sistema también son hechos responsables personalmente por la conciencia colectiva si infringen el orden cuya observación exige. Con respecto a la pertenencia, todos tienen el mismo derecho para la conciencia colectiva, pero con respecto al equilibrio y la jerarquía no. Ya que, si bien la conciencia colectiva no distingue entre lo bueno y lo malo en cuanto a la pertenencia, sí distingue entre ambos extremos por lo que respecta al orden.

El orden que impone poderosamente esta conciencia de a los miembros anteriores del sistema una preferencia sobre los que han entrado más tarde en él. Por ello, los padres tienen prioridad sobre los hijos, los abuelos sobre los padres y los nietos, los bisabuelos sobre los abuelos, padres y bisnietos, las antiguas parejas de padres y abuelos sobre las parejas posteriores y los primogénitos sobre los segundones, para mencionar sólo los ejemplos más importantes.

Esto significa que los miembros anteriores son prioritarios a los posteriores en rango. Los anteriores son mayores, los posteriores menores. Los anteriores son más importantes, los posteriores menos. Por eso también se sacrifica sin escrúpulos a los posteriores por los anteriores: por ejemplo, cuando posteriores han de representar a anteriores excluidos, sin consideración a su propio bienestar ni a sus propios deseos o exigencias, o cuando los posteriores han de expiar la culpa de los anteriores, a pesar de ser personalmente inocentes. Es decir que se carga a los posteriores con la responsabilidad familiar, y por eso son sacrificados sin escrúpulos por el bien de los anteriores, como demuestra en su expresión más cruel el ritual del sacrificio infantil.

Este orden de la preferencia de los anteriores sobre los posteriores exige, al mismo tiempo, que éstos no se mezclen en los asuntos de aquellos. Lo cual significa, sobre todo, que no se comporten como si fueran mayores o más eficaces o más importantes que los anteriores, o como si debieran o pudieran asumir por los anteriores algo que ha de seguir bajo la responsabilidad de ésos. Por eso, los hijos no pueden comportarse frente a sus padres como si ellos fueran grandes y los padres pequeños; por ejemplo, si intentasen representar ante los padres a una pareja adulta. Los posteriores tampoco pueden ni están autorizados a asumir por los anteriores su destino o culpa, ni las consecuencias de esa culpa. Todo intento en esta dirección fracasa.

Aunque la conciencia colectiva hace uso de los miembros posteriores para una reparación interna del sistema, impide al mismo tiempo el éxito de este intento y lo castiga con el fracaso. Porque con él los posteriores infringen el orden colectivo, que les prohíbe estos intentos por ser una intromisión en los asuntos de los anteriores. La conciencia colectiva, por tanto, obliga a los posteriores a algo que les exige. Es decir, que no sólo existe la contradicción entre la conciencia personal y colecita, que nos hace devenir culpables ineludiblemente. También dentro e la conciencia colectiva vivimos contradicciones de este tipo, de modo ineludible. Ahí es donde encontramos los modelos básicos de todos los vínculos dobles.

Conciencia y enfermedad

Después de esta preparación podemos entender mejor de qué diferentes maneras los conflictos entre la conciencia personal y colectiva pueden conducir también a enfermedades o a accidentes graves, e incluso al suicidio. De ello resulta cuán importante es buscar vías para evitar los efectos mórbidos y destructivos de estas conciencias.

Con respecto a la conciencia personal, se evidencia en la psicoterapia que la vinculación de los hijos a sus padres y su familia a menudo es tan fuerte que están dispuestos gustosamente a sacrificar su salud, su felicidad e incluso su vida, si eso les une con los miembros de su familia, incluso cuando estos hayan muerto, o que por idéntico motivo eligen con placer el mismo destino pesado que otros han padecido antes que ellos. En ambos casos, esta decisión y las consecuencias que de ella resultan van unidas para el hijo a una profunda satisfacción y a una felicidad íntima. Es la felicidad de la inocencia vivida y del derecho irrenunciable a la pertenencia. Todos esos efectos se ven fomentados e incluso exigidos por la conciencia personal, lo cual los premia y los cobija. Tal comportamiento presupone una confianza ciega en esta conciencia, incluso contra la propia convicción y contra la razón.

Las frases que el individuo dice entonces internamente a otro miembro de la familia rezan, por ejemplo: “te sigo” o “quiero compartir tu destino” o “lo haré todo por ayudarte”.

Unida a esta necesidad ciega de pertenencia actúa también la necesidad de compensación. Pues también ésta actúa instintiva y, por lo tanto, ciegamente. Eso lleva a la idea de que se puede librar a un miembro amado de la familia de sus padecimientos mediante la desgracia y el padecimiento propio. Entonces, alguien seducido ciegamente por su conciencia dice internamente frases como: “más vale yo que tú” o “yo muero para tú vivas” o “yo llevaré tu carga”.

Algo parecido vale también, en relación con la necesidad de pertenencia y compensación, para el principio de orden. Conduce a que, mediante la observación exacta de leyes y la obediencia ciega frente a mandamientos acaso obsoletos desde hace tiempo, se pretende asegurar la pertenencia para siempre y la salvación para sí y para otros. Encontramos esta postura en muchos fundamentalistas, cualquiera que sea el ámbito.

Acaso sea útil señalar aquí que nuestra conciencia personal no sólo determina nuestra relación con los vivos, sino también con los muertos. Pero en este caso el movimiento parte de los vivos, no al revés. Este movimiento es, por eso, unilateral y ciego frente a los muertos. No se los consulta, cuando queremos hacer algo por ellos, y no se los respeta como interlocutor.

En el caso de la conciencia colectiva es al revés. Ahí, el movimiento parte de los muertos e involucra a los vivos con los muertos en sus asuntos y cuestiones no resueltas.

Para la psicoterapia, el modo de actuar de la conciencia colectiva explica cómo se llega a intrincaciones en los destinos de otros miembros de la familia, con todas sus consecuencias de amplio alcance para la salud, y no sólo para la física, sino también para la anímica. Si alguien está intrincado con dos miembros de la familia que tuvieron un conflicto entre sí, por ejemplo con un criminal y su víctima, ello lleva a la esquizofrenia.

La intención negativa

Pero aún quiero llamar la atención sobre otras influencias morbosas que están fuera de los ámbitos mencionados hasta ahora. Existe también una influencia inmediata del exterior, de persona a persona o de alma a alma, que enferma. Del modo más evidente lo he visto hasta ahora con la neurodermatitis. Aquí actúa una intención negativa que, en lugar de a un culpable, afecta a un inocente; es decir, por regla general, a un niño en lugar de a un adulto. Lo observé por primera vez en el caso de parejas separadas. Cuando una pareja anterior está enfadada con el miembro de la pareja que se ha separado de ella, a veces un hijo de la relación posterior padece neurodermatitis. El camino hacia la curación se plantea entonces a través de la reconciliación con esta pareja; por ejemplo, honrándola y rogándole ser amable con el hijo, de modo que su intención negativa se vea anulada por su bendición.

Lo mismo vale para otros contextos comparables; por ejemplo, cuando un muerto todavía está enfadado con un vivo. Recuerdo aquí la constelación de una mujer en cuya familia algunos miembros habían sufrido a lo largo de tres generaciones de una enfermedad intestinal grave, de la que murieron. Salió a relucir que el abuelo había tenido una relación con la mujer de su hermano, que luego perdió la vida durante una revolución. El representante de ese muerto era inflexiblemente duro y airado con su hermano, y con su hijo y su nieto. No se volvió conciliador y blando hasta que hermano, y también el hijo y nieto de este, admitieron que se lo había tratado injustamente y se inclinaron profundamente ante él. En ese momento se tendió en el suelo y aceptó estar muerto.

El aferramiento de los muertos a los vivos

Últimamente se ha podido observar repetidamente en constelaciones que los muertos atraen a veces hacia sí a los vivos. Éstos pueden enfermar mortalmente. En una familia, por ejemplo, los tres hijos adultos tenían cáncer, y uno de ellos ya había muerto. La abuela materna de esos hijos había muerto al nacer la madre. En la constelación salió a relucir que quería atraer hacia sí, a la muerte, a esta hija y también a sus nietos. Pues no era consciente de estar muerta. Esto aparece muchas veces en los casos en los que alguien murió repentina e inesperadamente. Es como si estos muertos no pudieran despedirse de su vida. Por eso hay que hacerles tomar conciencia de que están muertos y de que, si atraen a los vivos, no sólo los atraen hacia ellos sino también hacia la muerte.

La solución

La pregunta, entonces, es: ¿cómo se puede ayudar en estos casos? ¿Existe una salida del cautiverio de estas conciencias o permanecemos inermes en sus manos? Y ¿hay vías para librar a alguien de la intención negativa de otras personas y del aferramiento de los muertos?

En primer lugar hay que saber que ya el mero conocimiento sobre el modo de actuar de estas conciencias tiene un efecto liberador. Anula la ceguera que previamente nos hacía tantear a oscuras. Este conocimiento no se puede recibir de las conciencias mismas, sino sólo de una fuerza que les está colocada delante y les es superior. Pero es no ha engañarnos ni llevarnos a minusvalorar estas conciencias, o a creer que podemos o estamos autorizados a sustraernos completamente a ellas. Porque son demasiado poderosas y significativas. En este caso sólo puede tratarse de ampliar los límites que nos ponen, y de satisfacer las necesidades y las leyes vitales que actúan en ellas, de tal manera que hagan mayor justicia a sus cuestiones internas que si les seguimos ciega e instintivamente. Se podría decir, por tanto, que también las conciencias esperan nuestro desarrollo hacia algo Más Grande, que conserve y a la vez complete su función originaria. Este desarrollo se hace posible a través del alma, más exactamente a través de la Gran Alma. Lo mismo vale para lo que he dicho sobre la intención negativa y la atracción de los muertos.

La esencia del alma

El alma (del latín animan: aire, aliento) es aquella fuerza que vivifica, mantiene unido y dirige lo animal. Puesto que las condiciones para la vida presuponen un desarrollo dirigido que la prepare y que cree las bases para su despliegue y su permanencia, es obvio comprender también este desarrollo como movido por la misma fuerza. Es decir que el alma es la fuerza que porta y dirige todo desarrollo. De ahí que la evolución, es decir aquel proceso en el que, a partir de lo simple, surge a través de la diferenciación algo cada vez más complejo, también esté animada.

Por lo tanto, forma parte de la esencia del alma su tendencia al progreso. De ahí que también podamos entender la conciencia colectiva, evidentemente más vieja, y la conciencia personal, más joven, como escalones en el desarrollo progresivo del alma.

Los movimientos del alma

En los últimos años, la constelación familiar ha deparado conocimientos nuevos y sorprendentes que nos hacen comprender por primera vez la acción de la conciencia personal y que nos permiten, sobre todo, una mirada a las leyes que sustentan la conciencia colectiva. De ello resultan conocimientos sobre cómo podemos resolver también conflictos procedentes de esa conciencia.

Pues en la constelación familiar resulta que los representantes de los miembros de la familia, en cuanto son colocados en relación mutua, sienten como las personas reales que representan, y lo hacen sin conocimientos previos sobre ellas. Eso llega tan lejos que adoptan los síntomas de estos miembros y perciben los movimientos que empujan a estos miembros en una dirección determinada. Esta percepción es posible incluso cuando sólo se coloca a una sola persona. Es decir, que dicha percepción no sólo es posible por la disposición espacial, sino que supone una relación inmediata entre el alma del representante y la de la persona representada por él, una relación no sólo con los vivos, sino también con los muertos. Eso también explicaría cómo se puede llegar al efecto de una intención negativa o la atracción por un muerto.

¿Adónde conducen los movimientos del alma? En primer lugar prestan atención a que se valore a toda persona, y no sólo a los miembros del sistema al que pertenecemos, como lo exige la conciencia colectiva, sino también a todos los que están fuera de nuestro sistema, incluidos los que consideramos amenaza o enemigos. La gran alma reconcilia lo opuesto. Por ello, los movimientos del alma conducen más allá de los límites de la conciencia colectiva.

En relación con eso, dichos movimientos anulan la distinción entre bien y mal (es decir, lo que es la función propia de la conciencia colectiva), con lo que también anulan la posibilidad de distinguir entre culpa e inocencia. Y, en cierta medida, anulan además la distinción entre vivos y muertos.

Los movimientos del alma nos obligan a dejar atrás esta postura referida al yo y a la persona, y a ver tanto lo bueno como lo mal acontecido en nuestra vida, así como el destino de grupos y pueblos, como determinado y dirigido por fuerzas. Esta alma toma a su servicio, usa y emplea para sus fines, incluidas las consecuencias que pueda tener para ellos y otros, tanto a los que consideramos malos, criminales y culpables.

A veces tenemos, por ejemplo, la idea de que la muerte de una persona ha sido provocada o causada por otras. Por ejemplo, en un accidente mortal de tráfico por un conductor desconsiderado, en el caso de un enfermo por mala praxis del médico o en un asesinato por el asesino. Todo eso es cierto desde el punto de vista de la conciencia personal. El causante del accidente, el médico y el asesino se sienten culpables. Su alma quiere resarcir en la medida de lo posible el mal causado e incluso quiere expiarlo como corresponda. También los miembros supervivientes de la familia y los poderes públicos quieren que lo criminales rindan cuentas y sean castigados, según la gravedad de su responsabilidad.

Pero ¿lo quieren también los muertos? En la constelación familiar se pone al descubierto que no consideran su muerte causada por hombres, sino que ella está en manos de un poder superior, y ellos a su vez están en armonía y en paz con ese poder. De esto resulta que entre los muertos no rigen las mismas leyes (en cuanto a bien y mal y en cuanto a criminal y víctima) que entre los vivos; es decir, que han superado la necesidad de justicia, tan importante para los vivos, y que nosotros, al persistir en ella, trastornamos los movimientos del alma. Es decir que aprendemos en las constelaciones, cuando hacemos representar a los muertos por vivos, en qué movimientos del alma han de confiar los vivos, si quieren encontrar la armonía con lo que también para ellos aparece como futuro.

Publicado en El Intercambio, ed. Rigden Institut Gestalt 2006, pp.227-249