Bert Hellinger / Los textos citados son las transcripciones autorizadas por el mismo Bert Hellinger de sus entrenamientos y conferencias. Algunos son extractos de sus libros.














































Pensamientos

Pensamiento del mes

La palabra

Originalmente la palabra se habla. La palabra se pronuncia. Con ella se comunica algo, se nombra y se describe algo. La palabra sirve para el intercambio, sirve para el dar y el tomar. Revela al otro lo que le era velado. Le permite participar en algo personal y fomenta lazos y confianza. Y sin embargo no se trata solo de lo que se dice, sino también del cómo se dice, el tono, la expresión, la mirada, el ademán. Gracias a todo ello la palabra no solo se escucha sino que también se contempla en el otro.

Ciertas palabras tienen peso. En ellas adquiere volumen un evento, un acontecer, una realidad extendida al compás del tiempo. Por ejemplo en la palabra “madre” o “padre” o “hijo”. La palabra con peso provoca un movimiento en el alma, la conmueve, desencadena un impulso, como el llamado “¡socorro!” o simplemente “por favor” o “gracias”. También las palabras “vida” o “muerte”, “adiós” u “hogar” nos emocionan y ponen algo en movimiento.

Algunas palabras nos impactan y, en función de la manera que son dichas, nos transportan en el concepto que describen. Como por ejemplo la palabra “hálito”. Con la palabra “árbol” percibimos un movimiento interior involuntario que la mano reproduce al imitar la redondez de su corona.

En la palabra hablada vibra algo que le falta a la palabra leída. De ahí que la palabra hablada necesita tiempo, y solo así llega a desarrollar su efecto. En la lectura puede uno apresurarse e incluso sobrevolar el texto, pescando tal vez solo la información pero no el sentido pleno. Para comprender la palabra leída, es imprescindible articularla en voz alta y concederle el tiempo de una palabra hablada. Percibimos intensamente este matiz cuando leemos un poema.

A menudo es preciso, al decir algo consistente, darle tiempo al otro de sentirlo resonar en él hasta que interiormente lo haya podido repetir. Solo así llega a tocar su alma, a ser saboreado y a desplegar su valor. Hablar de esta manera nos es posible cuando la palabra ha cumplido ya en nosotros su obra, cuando al pronunciarla revela ser un eco de lo que ya en nosotros mismos ha resonado.

Hablando por sí solas, tales palabras son poco numerosas, sin afectación, directas, generosas y un regalo para los otros.

El prejuicio

Un prejuicio significa que ligamos una cosa que no conocemos con algo que sí, o lo que es peor, que asociamos una cosa que no conocemos con algo igual de desconocido. 

Los prejuicios pueden ser tanto positivos como negativos. A través de ambos perdemos nuestras ilusiones cuando nos acercamos a lo que hasta entonces nos era desconocido. Por ejemplo, cuando se nos acaba el enamoramiento, que también es un prejuicio, se impone una visión del otro en su realidad y en su diferencia. Esto prepara el camino para el aprecio que es apertura hacia él, y nos permite evadirnos de la angostura de siempre para posar el pie en lo abierto y lo amplio.

Un prejuicio siempre tiene que ver con la estrechez, con opiniones basadas en imágenes, en representaciones familiares y por lo tanto limitadas. Por cierto que lo mismo acontece con juicios de valor, sean positivos o negativos, que separan el uno de los otros y lo dejan inalcanzable por lo que está ante él. Al establecer un juicio de valor hacemos diferencias y nos cortamos el acceso a la diversidad. Por lo general en modo mental, no con el alma. El alma nos unifica con lo que está al frente y, gracias a esto, demuestra su amplitud y su fuerza.

Claro está que lo que nos limita más que todo es la opinión o el juicio negativo, sobre todo porque va acompañado por un sentimiento de superioridad, a menudo incluso por indignación ligada a deseos e ideas de venganza.

Numerosos prejuicios y juicios de valor se basan en el hecho de que consideramos a los otros bajo el ángulo de nuestra conciencia, la cual los divide en dos grupos, los que tienen derecho a formar parte y los que son excluidos. Estos prejuicios se alimentan también de nuestra convicción de que los que son distintos son libres y deben demostrar ahora su buena voluntad en vistas a cambiar y parecérsenos. Sin embargo, ni ellos ni nosotros somos libres de nuestros prejuicios. Ellos y nosotros estamos de muchas maneras intricados en los destinos de nuestros ancestros y de nuestro grupo familiar.

Cuando llegamos a penetrar estas cosas, nos volvemos prudentes y más indulgentes, tanto con respecto a los otros como a nosotros mismos y a nuestros prejuicios. Quizá nos cabe entonces olvidarlos poco a poco.

La bondad

Bondad viene de bueno. Quien bondadoso es desea lo bueno para el otro, sin exigir ni pedir nada a cambio. La bondad respeta cierta distancia, alumbra de lejos y no se acerca mucho. Es indulgente, allende de la moral y en este sentido es a-moral. La bondad no quiere cambiar nada. Acepta al otro tal y como es, sin necesidad de palabras. Está presente, sencillamente.

En la cercanía de gente bondadosa nos sentimos a gusto. Su benevolencia nos hace mansos, más humanos, simplemente por su presencia. La bondad es como suave luz al atardecer que deja esfumarse los perfiles. No es milagro si encontramos esta bondad sobre todo en la gente mayor, que hace mucho ha dejado atrás sus expectativas y sus sueños de antaño. Que supo esperar a que pasara mucho de lo que parecía amenazador en un principio. Que sabe sentir agradecimiento por lo que realmente fue amenaza y que también pasó.

Por esta razón la bondad es sobre todo desprendimiento, asentimiento al pasado y al futuro. Es hermana de la sabiduría.

El desprendimiento

Es desprendido el que puede soltar algo. Por ejemplo una preocupación, el revuelo del corazón al recibir la ofensa, una humillación, una calumnia. Desprendido es también el que consigue abandonar viejos sueños, viejas exigencias, viejos reproches, de manera que su corazón se libera desde dentro y que de esta forma, apaciguado y centrado, se dispone para acoger todo lo posible ofrecido ahora.

Por lo tanto es desprendido también aquel que perdona, en el sentido de dejar descansar lo pasado sin cobijar rencores.

Este desprendimiento es fuerza sin emociones, disponibilidad reunida para lo que viene y para el presente.