Bert Hellinger / Los textos citados son las transcripciones autorizadas por el mismo Bert Hellinger de sus entrenamientos y conferencias. Algunos son extractos de sus libros.














































Hellinger Sciencia

Revista Hellinger, Septiembre 2008

Culpa e inocencia en las relaciones humanas

Las relaciones humanas se inician dando y tomando y con ello empieza también nuestra experiencia de culpa e inocencia. Porque el que da siente derecho a exigir y el que recibe se siente endeudado. La exigencia por un lado y la deuda por el otro constituyen, en cada relación, la raíz de los sentimientos de culpa e inocencia. Estos sentimientos están al servicio del dar y del tomar, dejando sin sosiego a los protagonistas hasta que encuentren un equilibrio, o dicho de otra manera, hasta que el que exige pueda dar y el que da pueda tomar.

El equilibrio

Una vez en África, un misionero fue trasladado a otra región. En el día de su partida, recibió la visita de un hombre que había caminado muchas horas para llegar hasta él y ofrecerle, a modo de adiós, un pequeño obsequio, del valor de treinta centavos. El misionero se dio cuenta que el hombre le quería agradecer – le había visitado varias veces en su aldea cuando estaba enfermo – pero también sabía que este dinero representaba una suma grande para él.

Estuvo a punto de devolvérselo y sobretodo de hacerle otro favor. Pero de pronto se percató de lo que ocurría, aceptó el dinero y le dio las gracias.

Cuando recibimos algo de alguien – por muy bonito que sea - perdemos nuestra independencia y nuestra inocencia. Al tomar, nos sentimos obligados y en deuda con el que nos da. Experimentamos esta deuda como una incomodidad y una presión y buscamos deshacernos de ella, dando nosotros también. El tomar existe a este precio.

En cambio, vivimos la inocencia con placer. Después de haber dado sin tomar nada a cambio, o cuando damos más de lo que tomamos, lo percibimos como un derecho a pedir. Y experimentamos esta inocencia como levedad y libertad, libres de deuda, cuando no necesitamos nada o cuando hemos devuelto después de recibir.

Para alcanzar o mantener ese estado, conocemos tres maneras de comportarnos. La primera es:

La inocencia

Algunos quieren conservar su inocencia, renunciando a involucrarse. Prefieren abstenerse antes que tomar. De esta forma, no se comprometen. Esta es la inocencia del « caballero solitario», del que no quiere participar. Pero sólo vive a medias y se siente proporcionalmente vacío e insatisfecho.

Encontramos esta actitud en muchos depresivos. Su negación a tomar está ligada en primer lugar a uno o a ambos padres. Más tarde, transfieren esta negación a otras relaciones y a las cosas buenas de la vida.

Algunos motivan su rechazo con el reproche siguiente: lo que se les ha ofrecido o dado era muy poco o no era lo bueno. Otros justifican su abstención de tomar con los fallos del que les da. El resultado sin embargo es idéntico. Ellos se quedan en la inactividad y el vacío.

La plenitud

Observamos el efecto contrario en los que han conseguido tomar a sus padres tal y como son, tomando todo lo que reciben de ellos. Ese tomar a los padres es vivido como una continua corriente de energía y de felicidad, haciéndoles capaces de tener otras relaciones en las cuales pueden dar y tomar mucho.

El ideal del ayudante

Una segunda manera de sentir la inocencia es la pretensión con respecto a otros por haberles dado más de lo que ellos me han dado. Esa inocencia es, la mayoría de las veces, fugaz ya que en cuanto tomo de otro, termina mi pretensión.

Sin embargo, ciertos individuos prefieren mantener sus pretensiones antes que aceptar verse ofrecer algo. Por así decirlo, viven según el lema: « Mejor te sientes tú en deuda que yo ». Encontramos esta actitud en numerosas personas bien intencionadas y la reconocemos como la del ayudante ideal.

Sin embargo, sentirse tan libre de deudas se opone a las relaciones. El que sólo quiere dar se coloca en una superioridad que debería ser breve para no quitarle al otro la posibilidad de ser igual. Y de aquel que no quiere tomar de nadie, los demás pronto se cansan, alejándose o enojándose con él. Tales ayudantes se quedan solos y a menudo se vuelven amargos.

El intercambio

La tercera manera de vivir la inocencia y por cierto la más bonita, es gracias al alivio resultante del equilibrio, cuando no sólo hemos recibido (o tomado) sino que hemos dado también. Este intercambio entre dar y recibir (o tomar) ocurre entre los participantes, es decir que el que toma de otro le da a cambio lo equivalente.

Pero no sólo se trata del intercambio sino también del importe. Un dar y tomar de poca cantidad trae pocas ganancias. En cambio, un dar y tomar caro nos enriquece. Va acompañado de sentimientos de felicidad y de plenitud. Esta felicidad no nos cae del cielo, es construida. El dar y recibir mucho nos despierta un sentimiento de levedad y de libertad, de justicia y de paz. De las muchas posibilidades de experimentar inocencia, esta es la más liberadora. Es una inocencia contenta.

Dar hacia delante

En cierto tipo de relaciones es imposible ignorar la necesidad de devolver cuando entre el que da y el que toma existe una jerarquía, como por ejemplo entre padres e hijos o entre maestros y alumnos. Porque padres y maestros son los que dan, e hijos y alumnos son los que toman. Por cierto, los padres también reciben de sus hijos y los maestros de sus alumnos, pero la desigualdad entre ellos no se puede borrar sino que sólo se puede reducir.

Pues, los padres también fueron hijos alguna vez y los maestros alumnos. Alcanzan el equilibrio en cuanto dan a la generación siguiente lo que recibieron de la anterior. Y sus hijos o alumnos, tienen la posibilidad de hacerlo también, en su momento.

Lo que vale entre padres e hijos, entre maestros y alumnos vale también en todas las situaciones en las que no es posible la compensación a través del devolver y del intercambio.

Es decir que podemos, a pesar de todo, liberarnos de la deuda dando más adelante lo que hemos recibido.

Agradecer

Una última posibilidad de restaurar el equilibrio entre el dar y el tomar es el agradecimiento. Con ello, me libero de la necesidad de devolver. Es a veces la única repuesta adecuada después de tomar, cuando se trata por ejemplo de un discapacitado, de un enfermo, de un agonizante o, incluso, de un ser amado.

Aquí entra en juego, al lado de la necesidad de compensación, aquel amor de fondo que atrae y mantiene en cohesión los miembros de un sistema social, así como la gravidez las partes del universo. Este amor precede y acompaña el dar y el tomar. Y se manifiesta como agradecimiento al tomar.

El que da las gracias reconoce: "Tú me das, independientemente de si te lo puedo devolver o no y lo acepto de ti como un regalo". Aquel que recibe las gracias dice: "Tu amor y tu reconocimiento de que te doy me valen más que todo lo que aún me deseas ofrecer".

Con el agradecimiento no sólo atestamos lo que nos damos mutuamente sino también lo que somos el uno para el otro. En relación a esto os contaré una historia.

El tomar

Alguien se sentía en profunda deuda frente a Dios, por haberse salvado de un gran peligro. Le preguntó a un amigo qué debía hacer para que su agradecimiento estuviera a la altura de su Señor. El amigo le contó lo siguiente: Un hombre estaba enamorado de una mujer y le pidió casarse con él. Pero ella tenía otras cosas en mente. Un día en que estaban cruzando la calle juntos, la mujer estuvo a punto de ser atropellada por un coche y la salvó la sangre fría de su compañero, que le dio un tirón hacia atrás. Entonces, la mujer se giró hacia él y le dijo: "Ahora sí, me caso contigo".

"¿Qué piensas de cómo se sintió el hombre con eso?" preguntó el amigo. El otro no respondió pero hizo una mueca escéptica. "Ves, talvez Dios siente lo mismo en tu caso" dijo el amigo.

Os cuento otra historia.

El retorno

Un grupo de amigos se fue a la guerra, todos vivieron indescriptibles peligros y, mientras muchos eran matados o heridos, dos de ellos regresaron ilesos.

Uno de los dos se había vuelto muy tranquilo. Sabía que no tenía ningún mérito en estar vivo y aceptó la vida como un regalo, como una gracia.

El otro en cambio se pavoneó contando sus actos heroicos y los peligros de los que había escapado. Era como si todo lo vivido hubiera sido en vano.

La felicidad

Una felicidad no merecida se vive con frecuencia como algo amenazador y asustador. Esto tiene que ver con que, en nuestro interior, pensamos que nuestra felicidad puede despertar la envidia del destino o de otra gente. Por lo tanto, vivimos la aceptación de la felicidad como la trasgresión de un tabú, como la responsabilización por una deuda, como el asentimiento a un peligro. El agradecimiento permite reducir la angustia. Aún así, para vivir la felicidad hace falta además humildad y valentía.

La equidad

La interrelación entre culpa e inocencia se pone en marcha a partir del dar y del tomar y se regula por la necesidad común a todos de buscar la medida justa. En cuanto se alcanza el equilibrio existe la posibilidad que se termine la relación o que, gracias a un nuevo dar y tomar, la relación se vea impulsada y reavivada.

Sin embargo, no hay intercambio durable si no se llega de manera repetida a un equilibrio. Es como con el andar. Al conservar el equilibrio, nos quedamos parados y cuando lo perdemos, nos caemos. Y avanzamos cuando lo perdemos y lo recuperamos alternamente.

El sentimiento de culpa en calidad de obligación y el sentimiento de inocencia en calidad de exigencia y descargo, están ambos al servicio del intercambio. Gracias a ellos, nos incentivamos mutuamente y nos vinculamos en lo bueno. Esta culpa y esta inocencia son una buena culpa y una buena inocencia. Lo experimentamos como algo bueno, que trae orden y control.

Pérdida y perjuicio

Pero existe también en el dar y el tomar un aspecto negativo, una culpa mala y una inocencia mala cuando, por ejemplo, el que toma es un perpetrador y el que da es su víctima, cuando alguien daña a otro sin que éste pueda defenderse, o cuando el uno tiene reivindicaciones que perjudican al otro, causándole sufrimiento. Aquí también están ambos sujetos a la necesidad de compensación. La víctima se siente el derecho a pedir y el perpetrador se sabe en deuda. Pero esta vez, el equilibrio está al precio del daño recíproco. Pues, después del daño perpetrado, hasta el inocente estudia la posibilidad de dañar. Desea devolver el perjuicio al otro y causarle un mal equivalente. Al culpable se le exige aún más que una reparación por el daño, se le pide eventualmente expiar.

Sólo cuando ambos, tanto el culpable como su víctima, han estado enfadados en igual medida, han perdido lo mismo y han sufrido, se sienten de nuevo iguales. Sólo entonces es posible la paz y la reconciliación entre ellos y puede la relación retomar un impulso hacia lo bueno. Si el dolor y el daño fueron grandes, esto permitirá al menos separarse en paz.

Una vía de salida

Un hombre contó a un amigo que su mujer le guardaba rencor desde hacía veinte años por haberla dejado sola durante seis semanas, a los pocos días de haberse casado. El motivo de su ausencia había sido el tener que hacer de chofer para sus padres en sus vacaciones. Todas las discusiones y todo el arrepentimiento y todas las disculpas habían sido inútiles hasta la hora.

El amigo le sugirió: "Lo mejor es que le ofrezcas la posibilidad de pedirte un favor o algo que te cueste tanto como le costóa ella en aquella época".

El hombre entendió y su rostro se iluminó. Ahora tenía una clave para la solución.

Algunos pretenden que no hay reconciliación posible si, en estos casos, el inocente no se pone malo y no exige una expiación. No obstante, según el viejo dicho que afirma que reconocemos el árbol por sus frutos, sólo necesitamos mirar lo que pasa en uno y otro caso para saber lo que realmente es bueno o lo que realmente es malo.

La impotencia

En el ámbito del perjuicio y de la pérdida, es posible experimentar la inocencia de maneras variadas. La primera sería a través de la impotencia. Pues el perpetrador actúa y la víctima sufre. Solemos considerar el culpable tanto más culpable y sus actos tanto más malos cuanto que la víctima es más indefensa e impotente. Y sin embargo, si viene al caso, la víctima raras veces queda sin resguardo. Podría entonces actuar y pedir justicia y expiación, poniendo fin a la culpa y permitiendo un nuevo comienzo.

Pero cuando la víctima no actúa, otros lo hacen en su lugar. A la diferencia que tanto el daño como la injusticia que otros perpetran por ella son mucho peores que si la víctima se hubiera hecho cargo de sus propios derechos y rabia.

Aquí tengo un ejemplo:

La doble transferencia

Una pareja de muchos años participó en un curso de desarrollo personal y ya en la primera noche, la mujer desapareció. Reapareció al día siguiente, plantándose frente a su marido y dijo: "He estado con mi amante".

La mujer se comportaba frente a los demás con esmero y dedicación. Pero en presencia de su marido parecía estar fuera de sus casillas. No era comprensible para las personas presentes la razón por que era tan mala con su marido, especialmente porque él no se defendía sino que permanecía neutro.

Resulta que esta mujer de niña pasaba las vacaciones de verano con su madre y demás hermanos en el campo, mientras el padre permanecía en la ciudad con su amante. A veces venía él a visitar a su familia, acompañado por esta mujer. Y la madre les servía a ambos, sin queja y sin reproches. Reprimía su cólera y su dolor, pero los hijos lo notaban.

Existe la tentación de nombrar eso una virtud heroica, pero sus efectos son malignos. En el sistema humano, la saña reprimida vuelve siempre a surgir y por cierto en aquellos que menos se pueden defender de ella, generalmente en los niños o los nietos y ni siquiera se dan cuenta. Así llega a producirse una doble transferencia.

En primer lugar, una transferencia a otro sujeto, en nuestro ejemplo, de la madre a la hija. En segundo lugar, la transferencia a otro objeto, en nuestro ejemplo hacia el marido inocente en lugar del padre culpable. En este caso concreto, el que se transforma en víctima es el que menos se puede defender, porque ama a la culpable. Cuando los inocentes prefieren sufrir en vez de actuar, pronto notamos que aumentan las víctimas inocentes y los perpetradores culpables con el transcurso del tiempo.

La solución, en nuestro ejemplo, habría sido que la madre de la mujer se rebelara abiertamente frente a su esposo. Como consecuencia, él habría tenido que situarse y se habría podido dar o un nuevo comienzo o una clara separación.

Es importante notar aún que aquí la hija que venga a su madre no sólo la ama sino que también ama a su padre. En el comportamiento hacia su marido, ella reproduce el de su padre hacia su madre. Se puede ver aplicado aquí un patrón más de culpa-inocencia, por el cual el amor nos hace ciegos para el orden. Dicho de otra manera, la inocencia nos impide ver los actos culpables y sus consecuencias.

La venganza

Un hombre de cuarenta años tuvo, durante una psicoterapia, el sentimiento angustiante de ser capaz de ejercer violencia sobre alguien. Su personalidad y su comportamiento no daban motivos para temer un acto de esta índole. Por eso, el terapeuta le preguntó si en su familia había habido actos de violencia.

Se descubrió que su tío, hermano de su madre, era un asesino. Tenía en su empresa una empleada, que a la vez era su amante. Un día, le enseñó la foto de otra mujer y le pidió que fuera al peluquero para hacerse un corte idéntico al de la mujer en la foto. Después de un tiempo prolongado, en que todos la vieron con este nuevo corte de pelo, el tío se la llevó de viaje al extranjero y allí, la mató. Luego regresó a su país con la mujer de la foto, la guardó como su empleada y su amante. Pero su crimen fue descubierto y él estuvo condenado a cadena perpetua.

El terapeuta, buscando de dónde venía el impulso para el acto criminal, quiso conocer más detalles acerca de los familiares, sobre todo de los abuelos del cliente, padres del criminal. Pero el cliente no pudo dar mucha información. Del abuelo ignoraba todo y la abuela había sido una mujer devota y apreciada. Investigando más, descubrió que durante la época del nazismo, la abuela había depositado una queja judicial contra su marido por homosexualidad, llevando a su arresto y su envío a un campo de concentración donde fue ejecutado.

El perpetrador real en el sistema, del cual surgió la energía asesina, era la abuela piadosa. El hijo en cambio, deslumbrado por una doble transferencia y como un segundo Hamlet, se transformó en el vengador de su padre: es decir, se hizo cargo de la venganza en lugar de su padre. Eso fue la transferencia del sujeto. Luego, respetando la vida de su madre, mató en su lugar a la otra mujer amada. Eso fue la transferencia del objeto.

A continuación, aceptó las consecuencias no sólo por sus actos sino también por los de la madre. Así se identificó a sus dos padres, a la madre por los actos, al padre por el encarcelamiento.

De esto se puede comprender que es una ilusión creer que podemos permanecer libres del mal, conservando las apariencias de la impotencia y de la inocencia en vez de confrontar la culpa del perpetrador, aún si también provocamos un daño. Si no, la culpa no encuentra su desenlace. Desde luego, quien se conforma pasivamente con la culpa de otro, no sólo no consigue preservar su propia inocencia sino que siembra desgracia.

El perdón

Existe, como substituto a la confrontación inaplazable con los hechos, el perdón que evita y oculta el conflicto en lugar de resolverlo.

Sus efectos son particularmente nocivos cuando la víctima absuelve al culpable de su culpa, como si tuviera derecho a hacerlo. Pero si se da una verdadera reconciliación, entonces el inocente no sólo tiene derecho a una reparación sino que también le incumbe reclamarla. Y el culpable no sólo tiene la obligación de cargar con las consecuencias de sus actos sino que eso es su derecho. Os doy un ejemplo. La segunda vez

Un hombre y una mujer, ambos ya casados, se enamoraron. Cuando la mujer se encontró embarazada, cada uno se separó de su pareja anterior y juntos iniciaron un nuevo matrimonio. La mujer no tenía hijos aún. Pero el hombre sí, una hija pequeña a la que dejó con la madre. Ambos se sentían culpables frente a la primera esposa y su hija. Deseaban que la ex - esposa les perdonara, pero ésta les tenía enfado por tener que pagar con su desgracia y la de su hija la suerte que les tocaba. Los dos hablaron con un amigo y éste les sugirió imaginar cómo se sentirían si la mujer les perdonara. Asimismo, reconocieron que hasta entonces, habían eludido las consecuencias de su culpa y que su esperanza de perdón les quitaba a todos su dignidad y sus derechos. Reconocieron que su nueva felicidad se construía sobre la desgracia de la primera mujer y su hija. Decidieron entonces dar respuesta a sus exigencias legítimas, quedando sin embargo firmes con respecto a su nueva elección de vida.

La reconciliación

Pero existe también un perdón positivo, que conserva su dignidad al culpable y permite no alterar la de la víctima. Este perdón requiere que la víctima mantenga sus exigencias de reparación dentro de un marco razonable y que acepte la compensación y la penitencia ofrecidas por el perpetrador. Sin ese perdón positivo no hay reconciliación posible.

Os doy otro ejemplo.

Una revelación

Una mujer había dejado a su marido por un amante, pidiendo el divorcio. Muchos años más tarde, se dio cuenta de lo mucho que le quería aún a su esposo y le pidió aceptarla otra vez como su mujer. Pero él no estaba bien decidido. En todo caso, decidieron consultar juntos a un psicoterapeuta para aclarar el asunto.

El terapeuta le preguntó al hombre lo que esperaba de la consulta. Éste le respondió:” Pues, ¡una revelación!” El terapeuta contestó que iba a ser difícil pero que haría lo posible por ello. Luego preguntó a la mujer lo que ella tenía para ofrecer a su marido y convencerle. Pero ella se lo había imaginado sin mucho esmero y su propuesta no tuvo efecto. Nadie se asombra que el hombre no quedara convencido. El terapeuta le hizo ver entonces que lo más importante era reconocer el daño que había hecho. El hombre tenía que sentir su buena disposición para reparar la injusticia causada. La mujer quedó pensando un rato, luego le miró al hombre a los ojos y le dijo:” Siento lo que te he hecho. Te ruego que me tomes como tu mujer. Te amaré y te cuidaré. Y en el futuro, podrás confiar en mí”.

El hombre quedó impasible. El terapeuta le observó y luego dijo:” Lo que tu mujer te ha hecho en el pasado debió ser muy doloroso y no quieres arriesgarte una segunda vez.” Los ojos del hombre se humedecieron. El terapeuta siguió:” Aquel que sufrió tanto daño se siente moralmente superior al culpable. Justifica así el derecho de rechazar al otro, como si no lo necesitara más. Frente a esta inocencia, el culpable no tiene ninguna perspectiva de éxito”.

El hombre esbozó una sonrisa, como cogido en fragante. Entonces se giró hacia la mujer y la miró amablemente a los ojos.

El terapeuta le dijo:” Aquí tienes tu revelación. Te cuesta cincuenta marcos. Y ahora, haceros humo, no quiero saber nada de cómo les fue”.

El dolor

Cuando, en las relaciones humanas, la culpa del causante le lleva a una separación, en aquel momento le consideramos una persona independiente y libre. Si no realizase el acto perjudicial, es posible que se quede sin prosperar, guardando rencor y alimentando reivindicaciones y exigencias.

En muchos casos, el culpable busca “comprar” la separación, sufriendo tanto antes de tomar la decisión que le parece compensar así el dolor de la víctima. Talvez la separación le permite abrirse a una dimensión mayor o nueva y sufre, porque lo logra únicamente causando daño y estrago al otro. Pero hay que ver que en una separación, no sólo el culpable sino también la víctima se ganan las posibilidades inesperadas de un nuevo comienzo.

En cambio, si la víctima se niega a ello y persiste en el dolor, lo hace difícil para el culpable encontrar un nuevo camino y ambos quedan trabados el uno al otro a pesar de su separación. Pues bien, si la víctima realiza la oportunidad de un nuevo arranque en la vida, le brinda al culpable libertad y alivio. De todos los ejemplos de perdón, es posiblemente el más bonito, porque permite la reconciliación aunque no borre la separación.

En situaciones donde la culpa y los daños adquieren proporciones fatales, la reconciliación se da únicamente renunciando por completo a la expiación. Eso constituye un perdón modesto y una aceptación humilde de la propia impotencia. Ambos, víctima y culpable, se someten a un destino impredecible y ponen fin a la culpa y a la expiación.

Bien y mal

Nuestra tendencia es dividir el mundo en dos, una parte teniendo el derecho de existir y la otra que en verdad no debería estar, aunque está y actúa. Calificamos a la primera parte como buena o sana, sacra o apacible. Y la segunda, como mala o enferma, pecadora o belicosa. Las calificamos de mil maneras. Eso tiene que ver con nuestra tendencia a considerar como bueno y alentador lo que nos resulta fácil y lo que nos cuesta y nos resulta difícil, lo consideramos malo. Pero si nos paramos para observar con atención, nos fijamos que la fuerza que saca adelante el mundo consiste justamente en lo que nosotros vemos como malo, difícil o terrible. Y el incentivo para ir hacia lo transformador surge de aquello que quisiéramos apartar o rechazar. Por lo tanto, si buscamos sustraernos ante la dificultad, ante lo que se considera pecaminoso o belicoso, perdemos justamente lo que quisiéramos conservar: es decir, nuestra vida, nuestra dignidad, nuestra libertad y grandeza. Sólo el que se enfrenta a las fuerzas oscuras y asiente a ellas, está conectado con sus raíces y con la fuente de su energía. Aquellas personas son más que buenas o malas, se encuentran en sintonía con algo mayor, con su profundidad y su fuerza.

El destino personal

Pues bien, pueden darse en nuestro destino personal elementos terribles o difíciles. Por ejemplo, una enfermedad congénita, o circunstancias trágicas de nuestra infancia, o una culpa personal. Al acoger y aceptar eso en nuestra vida, se convierte para nosotros en una fuente de fuerza. Pero aquel que se rebela contra el destino, imaginemos por ejemplo una herida de guerra, entonces le resta fuerza a su destino. Y eso vale también para la culpa personal y sus consecuencias.

El destino ajeno

En los sistemas familiares, otro individuo se hará entonces cargo del destino que rechazamos o de la culpa sin asumir. Los efectos de eso se revelan doblemente difíciles. Un destino ajeno o una culpa ajena no dan fuerzas, porque la fuerza nos viene sólo de nuestro propio destino y de nuestra propia culpa. Y al cargarnos con el destino o la culpa de otro, aquel también se debilita ya que su destino o su culpa dejan de fortalecerle.

Los destinos intrincados

Nos sentimos culpables cuando el destino nos favorece - sin que podamos influir en ello- a costa de otro. Un ejemplo sería el niño que nace y cuya madre no sobrevive al parto. Por cierto, él es inocente. A nadie se le ocurriría considerarle responsable. Pero él no puede dejar de pensar lo contrario porque su vida va fatalmente entrelazada con la muerte de su madre. Y no podrá soltar la presión que esto crea en él.

Otro ejemplo sería el del automovilista que, al circular, se le revienta una llanta y después de un derrape, se estrella contra otro coche. El otro conductor muere en el accidente y él mismo se salva. Obviamente, no tiene la culpa pero desde ahora su vida está ligada con el dolor y la muerte de otros y a pesar de una inocencia probada, él se siente en deuda.

Un tercer ejemplo sería lo que contó alguien: al final de la guerra su madre, embarazada de él, se fue en busca de su esposo en algún hospital de campo, para traerlo a casa. Pero en el camino de vuelta fueron amenazados por un soldado ruso. Defendiéndose, le mataron. Y aunque esto fuera una defensa legítima, se sienten aún ahora y el niño también, culpables de lo hecho porque ellos viven mientras alguien que cumplía con su deber, está muerto.

En los casos donde la culpa y la inocencia son el juego del destino, nos sentimos completamente impotentes. Y por eso, nos cuesta tanto soportarlo. Si fuéramos realmente culpables o inocentes, tendríamos fuerza e influencia para actuar. Pero aquí vemos que tanto en lo bueno como en lo malo, estamos en las manos de un destino imprevisible que actúa independientemente de nuestro “ser bueno” o “ser malo” y que decide entre muerte y vida, salvación y perdición, suerte y desgracia. Esta impotencia frente a la fatalidad es tan abrumadora para algunos, que prefieren descartar la felicidad o la vida que les toca en vez de aceptarlas como una gracia.

A veces intentan a posteriori encontrarse alguna culpa o mérito para evitar sentirse entregados a un destino que salva sin mérito y culpabiliza al inocente.

Una reacción clásica en casos de culpa relacionada con un hecho del destino es que aquel que se encuentra aventajado a costa de otro, minimiza su ventaja o incluso la rehúsa y la rechaza. Esto le puede llevar al suicidio, a la enfermedad o a actos culpables que implican sanciones.

Estas soluciones tienen que ver con el pensamiento mágico del niño y son una forma infantil de manejar una felicidad gratuita. Observandolo bien, vemos que esto no reduce el peso de la dificultad sino que lo aumenta. El niño cuya madre murió en el parto y que se limita en su vida o decide suicidarse, anula el sacrificio de su madre además de hacerla responsable de su desgracia. Pero si el niño dice: “Querida madre ya que has perdido la vida dándome a luz, haré que no sea en vano. Recordándote, haré algo bueno con la mía”. Entonces se transforma la presión del destino en el motor para una vida en que los actos requieren una gran fuerza, no otorgada a cualquiera. Y el sacrificio de la madre impulsa efectos beneficiosos por encima de su muerte, generando paz y reconciliación.

Como en otros casos, todas las personas implicadas están en la búsqueda de un equilibrio. El que ha sido beneficiado por el destino se siente incentivado a dar más lejos. Y cuando no lo puede hacer, busca por lo menos renunciar a lo equivalente. Pero esos caminos habituales suelen llevar al vacío porque el destino no se turba por nuestras reivindicaciones o exigencias, tampoco por nuestras compensaciones o expiación.

La humildad

En realidad, es la propia inocencia que hace la culpa tan difícil de aguantar. Si me encuentro culpable y recibo un castigo o si me encuentro inocente y me veo salvado, entonces entiendo que el destino está sometido a un orden moral y a ciertas reglas que, con mis actos inocentes o culpables, consigo aplicar. Pero cuando me salvo, independientemente de mi culpa o inocencia y otros perecen independientemente de su inocencia o culpa, se puede decir que estamos totalmente en manos de ese poder que nos confronta, culpables o inocentes, insoslayablemente a nuestra impotencia.

La única salida que me queda es la sumisión a ese orden todo poderoso, aceptando e integrándome a sus leyes, sea por mi bien o no. Llamo esta actitud de renuncia a la negociación, humildad. Me permite tomar mi vida y mi felicidad el tiempo que duran, independientemente de lo que les cuesta a otros. Me permiten también asentir a mi destino y a mi propia muerte cuando me toque, sean cuales fuesen mi culpa y mi inocencia.

Esta humildad me ayuda a comprender que no soy maestro de mi destino sino que él me determina, me lleva, me alza y me deja caer según leyes cuyo misterio no puedo ni debo destapar. Esta humildad es la respuesta apropiada a la culpa y la inocencia que nos brinda el destino. Gracias a ella, no soy más ni menos que las víctimas. Las puedo honrar, no por estar en deuda con ellas o por limitarme o por rechazar lo que tengo sino porque lo tomo todo con gratitud y sin miras hacia el precio elevado y lo transmito más lejos.

Acabo de exponer principalmente las nociones de culpa e inocencia en el dar y el tomar. Pero culpa e inocencia tienen muchas facetas y muchos efectos. Las relaciones entre humanos se tejen desde un conjunto complejo de necesidades y de órdenes que buscan imponerse a través de distintas vivencias de culpa e inocencia. Hablaré más adelante de ello cuando abordemos las fronteras de la consciencia y los órdenes del amor.