Bert Hellinger / Los textos citados son las transcripciones autorizadas por el mismo Bert Hellinger de sus entrenamientos y conferencias. Algunos son extractos de sus libros.














































Amor que enferma y amor que sana

Revista Hellinger, Septiembre 2009

Muchas personas se imaginan que pueden, a través de una enfermedad o de su propia muerte, hacerse cargo del sufrimiento o de la culpa de otros miembros de su familia. También puede que enfermen, que se accidenten o incluso que se suiciden por anhelar reunirse con algún miembro de su familia, consiguiéndolo gracias a su propia muerte.

Las observaciones y comprensiones obtenidas gracias a las constelaciones y relatadas a continuación, ayudan a penetrar las imágenes que enferman y a superarlas de manera sanadora.

El vínculo y sus efectos

Por destino, todos los miembros de una familia están vinculados a todos los demás miembros. Entre padres e hijos, este vínculo es el más potente. Actúa igualmente con fuerza entre los hermanos y en la pareja. Un vínculo particular, marcado por el destino, nace con aquellas personas que han liberado su sitio para otros en la familia, sobre todo con aquellas personas que han tenido un destino difícil. Es el caso por ejemplo entre los hijos de un segundo matrimonio del hombre y su primera esposa, cuando ella ha muerto en un parto.

Similitud y compensación

El vínculo provoca en los que nacen ulteriormente, los miembros más frágiles, una necesidad de retener al miembro más antiguo y más fuerte o, si ya ha muerto, la necesidad de seguirlo. El vínculo provoca también el impulso, en los que disfrutan de una “ventaja”, de parecerse a aquellos que sufren una “desventaja”. Así, los niños sanos quieren igualarse a sus padres enfermos y los niños inocentes a sus padres y ancestros culpables.

Este vínculo hace que las personas sanas se sientan responsables por las personas enfermas, así como las inocentes por las culpables, las felices por las infelices y las vivas por las muertas.

Aquellas personas que se benefician de una ventaja con respecto a otras están a menudo dispuestas a poner en juego y a renunciar a su salud, a su inocencia, a su vida y a su felicidad a cambio de la salud, inocencia, vida y felicidad de otros. Porque abrigan la esperanza de que, gracias a la renuncia de su propia vida y felicidad, conseguirán asegurar o incluso salvar la vida y felicidad de otros miembros de esta comunidad de destinos. Hasta esperan poder recuperar o reconstruir la vida y felicidad de otros miembros, incluso cuando estas vidas han sido perdidas hace tiempo y para siempre, y que todo ha acabado ya.

Debido al vínculo y al amor que lo acompaña, reina en la comunidad de destinos familiar y genealógica una necesidad irresistible de compensación entre la suerte de los unos y la desgracia de los otros, entre la inocencia y la felicidad de los unos y la culpa y la desdicha de los otros, entre la salud de los unos y la enfermedad de los otros, entre la vida de los unos y la muerte de los otros. A raíz de esta necesidad y cuando un miembro de la familia ha sido desafortunado, quiere otro miembro de la familia ser igualmente desafortunado. Cuando un familiar enferma o se vuelve culpable de algo, otro miembro familiar sano e inocente enferma o se vuelve culpable. Y cuando un familiar querido fallece, otro miembro vivo y próximo a él desea la muerte.

Así es como se alcanza, a través del vínculo y de la compensación, dentro de esta comunidad estrecha de destinos, un ajuste y una participación a la culpa, a la enfermedad, al destino y a la muerte de otros; así es como se llega al intento de pagar con la propia desgracia la salvación de otro, con la propia enfermedad la salud de otro, con la propia culpa o expiación la inocencia de otro, con la propia muerte la vida de otro.

La enfermedad obedece al alma

Mientras esa exigencia de igualdad y de compensación aspira a la enfermedad y la muerte, la enfermedad obedece al alma. Por esta razón, junto con una atención médica en el sentido literal, se necesita una atención dirigida al alma, sea por el mismo médico que sabe hacerse cargo de ambas, sea por un “terapeuta del alma” que proporcionará un apoyo al actuar médico. No obstante, mientras el médico se esmera en curar la enfermedad, el terapeuta del alma se mantiene más bien reservado, en el asombro frente a fuerzas con las que medirse le parece más bien una presunción. Por lo tanto procura, en sintonía con esas fuerzas, dar un giro al destino difícil siendo su aliado más que su oponente. Os daré un ejemplo.

“Mejor yo que tú”

En un trabajo de hipnosis, una mujer joven con esclerosis múltiple se vio de niña arrodillada delante de la cama de su madre paralítica. Y se acordó de que, en aquel entonces, se comprometió diciéndole: “Querida Mamá, mejor yo que tú”. Para los otros participantes en ese trabajo, fue conmovedor ser testigos de cuánto un niño ama a sus padres y de cuánto la mujer estaba conforme consigo misma y con su destino. No obstante, una participante no pudo soportar ese amor que estaba dispuesto a hacerse cargo de la enfermedad, dolor y muerte de la madre. Le dijo pues, al facilitador del grupo: “¡Ojalá pudieras hacer algo para ayudarla!”

El facilitador se quedó sorprendido. ¿Cómo se atrevía alguien a tratar el amor de la niña como si fuera algo malo? ¿No era eso ofender el alma de la niña y más bien agravar su sufrimiento en vez de limitarlo? ¿No incitaría eso a la niña a ocultar más secretamente aún su amor y a aferrarse a su esperanza y a la decisión temprana de salvar a su madre con su propio sufrimiento?

Aquí tengo otro ejemplo. 

Una mujer joven, también con esclerosis múltiple, consteló su familia de origen y lo que actuaba en la red familiar. La madre estaba de pie, su marido a su izquierda. Frente a ellos, la cliente, como hija mayor. A su izquierda, su hermano menor, muerto a los catorce años de un paro cardíaco, y a la izquierda de él, el hermano más joven. 

El constelador mandó al hermano muerto fuera de la sala, lo que significa la muerte en una constelación. Él afuera, el rostro de la cliente se iluminó. A la madre, le fue mejor también. El constelador mandó luego al segundo hermano afuera, y más tarde al padre, porque había observado que los dos se sentían atraídos hacia fuera. Una vez todos los hombres idos, lo que significa que estaban todos en la muerte, la madre se enderezó con actitud de triunfo. 

Se vio claramente entonces que la madre se sabía destinada a la muerte y se vio el alivio que sentía al ver que otros estaban dispuestos y deseosos de morir en su lugar. El constelador llamó a los hombres de vuelta, y mandó a la madre afuera. De repente, todos se sintieron liberados de la obligación de compartir el destino de la madre, y les fue mejor. 

El constelador sospechaba que la enfermedad de la hija estaba relacionada con el compromiso de la madre con la muerte. Entonces, llamó a la madre, la colocó a la izquierda del padre, y la hija a la izquierda de la madre. Luego, pidió a la hija que mirase a su madre a los ojos, con amor, y que le dijera: “Mamá, lo hago por ti”. En cuanto lo dijo ella, se le iluminó la expresión. El objetivo y el sentido de su enfermedad se hizo obvio para todos los participantes. 

¿Qué permiso tiene de hacer en esa situación el médico o el terapeuta del alma, y de qué se tiene que cuidar?

El amor conocedor

Sacar a la luz el amor del niño es a menudo lo único que un facilitador consciente puede y tiene permiso de hacer. Sea lo que haya cargado, motivado por ese amor, el niño se siente en acuerdo con su consciencia y se percibe como grande y bueno. Sin embargo si, con ayuda de un facilitador comprensivo, el amor del niño puede salir a la luz, tal vez surge también a la luz que la meta de este amor es inalcanzable. Porque es un amor que anhela conseguir, gracias a su sacrificio, sanar a la persona querida, como si pudiera protegerla de la desgracia, como si pudiera expiar su culpa y arrancarla de la infelicidad. A menudo, el niño tiene la esperanza de que puede hacer revivir a la persona amada, cuando ya ha muerto. 

Pero si, junto con el amor infantil, salen a la luz las metas infantiles, es posible que el niño ahora adulto tome consciencia de que no puede vencer la enfermedad y la muerte de otros con su amor y su sacrificio, sino que se tiene que posicionar frente a ellos con valentía y sin poder, y asentir a ellos tal y como son.

Al volverse visibles, las metas del amor infantil, así como los medios para alcanzarlos sufren un desengaño, porque pertenecen a una visión mágica del mundo que, frente al conocimiento de un adulto, pierde su consistencia. Sin embargo, el amor sigue existiendo y una vez visible, busca vías que den buenos resultados. Entonces, el mismo amor que causaba sufrimiento se mueve hacia una solución buena, entendida, y de esta forma detiene lo que enferma, mientras es posible. Aquí es posible que el médico y otros terapeutas indiquen direcciones oportunas, pero únicamente si el amor del niño, visto y respetado por ellos, puede mantenerse a la luz y dedicarse a algo nuevo y mayor. 

“Yo por ti”

Podemos reconocer con frecuencia, como origen de una enfermedad peligrosa para la vida, una decisión del niño frente a una persona amada: “Mejor desaparezco yo en tu lugar”. La decisión de la niña anoréxica es: “ Mi querido Papá, mejor desaparezco yo en tu lugar”. En nuestro ejemplo de la esclerosis múltiple, la decisión era: “Querida Mamá, mejor desaparezco yo en tu lugar”. Una dinámica similar se daba anteriormente en la tuberculosis, y lo mismo en el suicidio y en los accidentes mortales.

“Aun que te vayas, yo me quedo”

Ahora bien, si esta dinámica surge a la luz durante la entrevista con el enfermo, ¿cuál sería la solución que ayuda y que sana? Como en toda descripción buena de un problema, la solución se encuentra incluida en la descripción, y ya activa durante la descripción. Ella empieza cuando la frase causante de la enfermedad es dicha y afirmada por el cliente, con toda la fuerza de su amor para la persona amada, y mirándolo a los ojos: “mejor desaparezco yo en tu lugar”. Es importante en ese caso dejar que se repita la frase las veces que sean necesarias, hasta que la persona querida sea vista como diferente de uno y, a pesar del amor, percibida y reconocida como separada del propio Yo. De lo contrario, la simbiosis y la identificación se mantienen y tanto la diferenciación sanadora como la separación fracasan.

Cuando el decir amoroso de la frase se logra, se dibuja una frontera no solo alrededor de la persona querida sino también alrededor del propio Yo del cliente, distinguiendo así el destino del uno y del otro. La frase obliga a ver no solo el propio amor sino también el amor de la persona querida. Obliga a reconocer que aquello que el cliente quiere hacer por la persona amada la carga más de lo que la ayuda.

Entonces llega el momento de decir una segunda frase a la persona querida: “Querido padre, querida madre, querido hermano – o quien sea – aunque tú te vayas, yo me quedo”. A veces, cuando la frase se dirige al padre o a la madre, el cliente puede añadir: “Querido Papá, querida Mamá, bendíceme si me quedo, aunque tú te vayas”.

Un ejemplo. El padre de una mujer tenía dos hermanos discapacitados. Uno era sordo, el otro psicótico. Se sentía atraído por ellos, a compartir sus destinos por fidelidad, porque no aguantaba su propia felicidad al lado de su infelicidad. Pero su propia hija se dio cuenta del peligro y saltó en la brecha para él. Representándolo a él, se posicionó con los hermanos y le dijo a su padre, en su corazón: “Querido Papá, mejor voy yo hacia tus hermanos que tú” y “Querido Papá, mejor comparto yo su infelicidad que tú”. Se volvió anoréxica. Pero ¿cuál sería la solución para ella? Podría, aunque sea interiormente, decir a los hermanos del padre: “Bendecid, por favor, a mi padre si él se queda con nosotros, y bendecidme si me quedo con él”.

“Te sigo”

Detrás del impulso de los padres para alejarse, que el niño intenta impedir con la frase “Mejor yo que tú”, hay a menudo otra frase. La dicen como niño de sus padres o hermano de sus hermanos, cuando éstos han muerto prematuramente o han sido enfermos graves o discapacitados. La frase es: “Te sigo”, o mejor “Te sigo en la enfermedad” o “Te sigo en la muerte”.

En la familia pues, actúa en primer lugar la frase: “Te sigo”. Es una frase de niño. Cuando estos niños se vuelven padres a su vez, sus hijos les impiden llevarla a cabo diciéndoles: “Mejor yo que tú”.

“Viviré un poco más”

Cuando surge a la luz, como trasfondo de una enfermedad grave o de un accidente o de una tentativa de suicidio, la frase “Te sigo”, la solución buena y sanadora sería aquí también que el niño pronunciase y afirmase con toda la fuerza del amor que lo anima, mirando a los ojos a la persona querida, la frase: “Querido padre, querida madre, querido hermano –o quien sea – yo te sigo”. Es importante permitir que el niño repita la frase tantas veces como sea necesario hasta que la persona amada sea vista como otra, percibida y reconocida, a pesar de todo el amor, como separada del Yo del niño. Entonces éste se da cuenta que su amor no puede traspasar la frontera entre él y la persona muerta, y que aquí tiene que detenerse. Esa frase obliga a tomar consciencia tanto del amor de uno como del amor de la persona amada, y de esta forma comprender que ella lleva y cumple más fácilmente con su destino cuando nadie, y menos su hijo, allí la sigue.

Entonces el niño puede añadir una segunda frase a la intención del muerto querido, la que realmente lo libera de las consecuencias nefastas de su compromiso: “Querido padre, madre, hermano, tú estás muerto, yo aún vivo, y luego moriré” o “Cumplo con lo que me es regalado mientras perdura. Luego moriré”.

Cuando el niño ve que su padre o su madre quieren seguir en la enfermedad o la muerte a alguien de su familia de origen, tiene que decir: “Querido padre, querida madre, aunque te vayas, yo me quedo” o “Aunque te vayas, te honro y eres para siempre mi padre, mi madre” o cuando uno de los padres se ha quitado la vida “Me inclino ante tu decisión y tu destino. Eres para siempre mi padre, mi madre y yo soy para siempre tu hijo”.

Esperanza que enferma

Ambas frases “Mejor yo que tú” y “Te sigo” se dicen con buena conciencia y sentimiento de inocencia, y así se llevan a cabo. A la vez, confirman el ejemplo cristiano, como la oración de Jesús en el Evangelio de Juan: “Nadie tiene un amor mayor que aquel que sacrifica su vida por sus amigos”, y la invitación dirigida a sus Apóstoles de seguirle en el camino de la cruz, hasta la muerte. La enseñanza cristiana de la liberación a través del sufrimiento y muerte, y el ejemplo de los santos y héroes confirman la creencia y la esperanza del niño de que puede hacerse cargo por otros de la enfermedad, infortunio y muerte que les toca. O de que puede pagarle a Dios y al destino igual por igual, liberar a otro de la enfermedad y del dolor con su propia enfermedad y dolor y arrancarle a la muerte gracias a su propia muerte. O de que puede, si no le resulta esa salvación, volver a encontrar a la persona amada que le ha sido arrancada por la muerte, a través de su propia muerte. Así es como cree que la muerte de ambos los reúne.

El amor que sana

Sanación y salvación se encuentran, en estas intrincaciones, más allá del actuar médico y terapéutico. Exigen un cumplimiento religioso, una conversión a algo más grande que alcanza más lejos que el pensamiento mágico y el deseo, y les quita su poder. A veces puede el médico o el terapeuta preparar y apoyar un cumplimiento de esa índole. Pero no está en su poder imponerlo y no sigue, como el efecto a la causa, un método. Cuando se da, exige lo máximo y se vive como gracia.

La enfermedad como expiación

Otra dinámica que lleva a la enfermedad y al suicidio, al accidente y a la muerte es el afán de expiación por una culpa. A veces, es visto como culpa lo que fue inevitable y que nadie pudo influenciar, como un malparto, una discapacidad o la muerte precoz de un niño. Entonces, ayuda mirar a los muertos con amor, enfrentarse al duelo y dejar en paz lo que ya pasó. También se vive como culpa cuando la persona vive una fatalidad que ha significado un daño para otro y que le ha dado a ella una ventaja, la salvación o la vida incluso. Sería el caso de un niño cuyo nacimiento ha llevado a la muerte de la madre. 

Existe también la culpa real, la culpa que pide una responsabilidad personal, como por ejemplo el abandono o el aborto de un niño sin que haya una necesidad real, o el exigir o provocar, sin escrúpulos, algo terrible a alguien.

Estas culpas son en aquel momento redimidas gracias a la expiación, pagando con el daño propio el daño hecho, “liquidando” la culpa con la expiación y de esta forma compensarla; así se cree.

Estos acatamientos tan malsanos para todos los afectados están incentivados por la enseñanza religiosa y el ejemplo; en parte a través de la creencia en un sufrimiento y una muerte liberadores, y en parte por la creencia en la purificación del pecado y de la culpa por el autocastigo y el sufrimiento aparente.

La compensación por expiación trae sufrimiento doble

La expiación alimenta nuestra necesidad de compensar. Pero cuando la compensación se busca a través de la enfermedad, del accidente o de la muerte, ¿qué es lo que realmente se alcanza? Pues resulta que en vez de un solo perjudicado hay dos, en vez de un muerto hay dos. Peor aún. Para la víctima del daño, la expiación significa un daño doble y una desgracia doble porque a través de su desgracia otra desgracia es fomentada, a través de su daño otro daño crece, y su muerte provoca otra muerte.

Algo más es de notar. La expiación es barata. En el pensamiento mágico y sus consecuencias, se reduce la sanidad del otro a la desgracia propia únicamente, como si el sufrimiento propio bastara para salvar al otro. Lo mismo acontece con respecto a la expiación: se cree que sufrir y morir son lo suficiente, sin tener que tomar en cuenta la relación, sin que el otro sea visto y sin sentir pena por su desgracia, sin que, con su acuerdo y su bendición, algo pueda ser obrado para otros (a modo de reparación).

En la expiación se paga algo con la misma moneda; el actuar es remplazado por el sufrimiento, la vida por la muerte, y la culpa por la expiación, de modo que aquí también bastan el sufrimiento y la muerte, y no hay ni acción ni logro.

Con las frases “Mejor yo que tú” y “Te sigo”, el sufrimiento y la enfermedad y la muerte se hacen más grandes, y también con la expiación cuando se lleva a cabo.

Un niño cuya madre fallece en el parto se siente siempre culpable frente a ella, porque ha pagado ella con su muerte por la vida del hijo. Ahora bien, si el niño expía, dejándose decaer, es decir que se niega a tomar su vida al precio de la muerte de su madre, o que quizá incluso se quita la vida, entonces la desgracia de la madre es doble. Entonces, la vida que ella le brinda, su amor y su disposición a darle todo no son respetados por el niño. Su muerte es de balde, y peor, en vez de vida y felicidad solo queda infelicidad, y en vez de un muerto hay dos muertos.

Si queremos ayudar a un niño en esta situación, debemos mantener presente que él siente tanto un deseo de expiación como un deseo de “Mejor yo que tú” y “Te sigo”. Por lo tanto, podremos trabajar con el primer deseo cuando se logre una solución incluyendo estas dos frases.

La compensación gracias al tomar y al actuar pacificador

¿Cuál sería una solución acorde con la madre y el niño? El niño debe decir: “Querida Mamá, tú has pagado un precio tan alto para mi vida que no puede ser en vano. Haré algo bueno con ella, en tu recuerdo y en tu honor”. 

Luego pues, el niño debe actuar en vez de lamentar, dar de sí en vez de fracasar, vivir en vez de morir. Entonces se encuentra vinculado a su madre con un amor mucho más profundo que si la sigue en la desgracia y la muerte.

En la medida en que el niño se funde simbióticamente en la madre, se encuentra ciego y sordo, atado a ella. Pero si, en recuerdo a ella y a su muerte, se esmera para algo que incentiva la vida, si toma su vida como un regalo grande y la comparte con otros, está vinculado a su madre de una forma diferente y se ve amablemente ante ella. Tomando y realizando su vida así, abarca a su madre en su mirada y la lleva en su corazón. Entonces fluyen de madre a hijo bendiciones y fuerza, porque él hace por amor a ella algo especial de su vida.

A diferencia de la compensación por expiación, que solo es una compensación por el mal, por daño y muerte, ésta sería por bien. A diferencia de la compensación por expiación, que es barata y dañina, sin reconciliación posible, ésta es de alto precio. Sin embargo, trae bendiciones y permite que la madre y el hijo se reconcilien con sus destinos respectivos. Porque lo bueno que este niño realiza en recuerdo a su madre, acontece gracias a ella. Su participación a través del hijo la hace vivir y tener efecto más allá.

Esta compensación surge de la comprensión de que nuestra vida es única y que, a medida que transcurre, hace sitio para lo que viene, y que, aunque ya pasada, sustenta el presente.

La expiación como sustituto para la relación

Con la expiación evitamos enfrentarnos a la relación, aprovechando, gracias a ella, para tratar la culpa como un objeto, pagando el daño con una contrapartida que nos cuesta algo. Pero ¿qué puede esta expiación si he dañado a alguien, si lo he precipitado en la infelicidad, si le he provocado perjuicios irreparables en vida o en cuerpo? Descargarme con la expiación, haciéndome daño a mí mismo, lo consigo hacer únicamente cuando pierdo de vista al otro. Porque si lo miro, me corresponde reconocer que con la expiación quiero apartar lo que aún es necesario. 

De hecho, esto se aplica también a la culpa personal. A menudo, una madre busca expiar por un aborto o por la muerte de un hijo a causa de una enfermedad, renunciando por ejemplo a la relación con el padre del niño, o renunciando a toda futura relación. La expiación por una culpa personal transcurre a menudo a nivel inconsciente, contraria a la negación o la justificación por la buena conciencia.

También puede surgir en la madre, aparte de la necesidad de expiar, el deseo de seguir al niño muerto, igual que el niño quiere seguir a su madre muerta. Pero un niño muerto, incluso por culpa de la madre, puede que le diga “Mejor yo que tú”. Ahora, si la madre expía con la enfermedad y la muerte, la muerte del hijo por amor a ella fue en vano.

La solución pues, en la culpa personal, es remplazar la expiación por un actuar reconciliador. Esto sucede cuando miro a los ojos a la persona a la que he dañado por injusticia, a la que he exigido o causado algo terrible - como una madre lo puede hacer con el hijo abortado o negado o abandonado - y le digo: “Lo siento” y “Te doy ahora un lugar en mi corazón” y “Lo haré mejor, lo mejor que pueda” y “Tú participas en lo bueno que realizo recordándote y teniéndote en mi mirada”.

Entonces, la culpa no habrá sido inútil, y lo bueno que la madre – o quien sea – realiza en recuerdo al niño y mirándolo, acontece con el niño y gracias a él. Él participa y permanece vinculado a su madre y sus acciones durante un tiempo más.

En la tierra la culpa tiene un fin

Una cosa más es de notar con respecto a la culpa. Ella acaba, y tiene derecho a acabar. Es pasajera, como todo lo que existe en la tierra, y que después de un tiempo termina.